Traductor, traidor. El carismático Patricio Pron comenta en su blog la esencia de los traductores. Es bien conocido que ellos forman parte inequívoca del éxito de un libro, pero también hacen que ciertas obras queden en el olvido. Me sucedió con el gran poeta alemán Schiller, en aquella edición mal, muy mal traducida de Hiperión. Dice el argentino:
Aunque existe una pequeña tradición literaria cuyo tema central es el denuesto de los traductores y cuyo lema habitual es la frase italiana "traduttore, traditore" [traductor, traidor], lo cierto es que algunos lectores se lo debemos todo. Yo fui uno de ellos y conocí a muchos así: éramos pobres como ratas pero amábamos unos libros que no podíamos leer en el original porque no teníamos dinero para aprender ningún idioma extranjero. Yo creía con devoción en Francisco Porrúa, Enrique Pezzoni, Juan José del Solar, Miguel Sáenz, Elvio E. Gandolfo, Marcelo Covián, Jesús Zulaika, Gabriel Ferrater, Francisco Abelenda, Jorge Berlanga y Marcial Souto; estaba convencido de que estos traductores sólo traducían a escritores que valieran la pena, y a menudo su nombre en las primeras páginas interiores de un libro (injustamente, nunca en su portada) era razón suficiente para pedir prestado el libro en alguna biblioteca pública o robarlo en alguna librería, incluso aunque no supiera nada de su autor. A menudo también, esos libros eran un descubrimiento, que no hubiera podido hacer sin los ejercicios de ventriloquía de los mencionados: Jorge Berlanga "era" para mí Charles Bukowski, Francisco Abelenda y después Marcial Souto "fueron" creo que todo Ray Bradbury, Jesús Zulaika prestó una voz escueta a Raymond Carver, Enrique Pezzoni "fue" Herman Melville, sin Elvio E. Gandolfo probablemente jamás hubiera sabido quiénes eran los beats, Miguel Sáenz "fue" Thomas Bernhard y W. G. Sebald entre otros. Una vez más, a menudo estos traductores eran también excelentes escritores ellos mismos y, como en el caso de Guillermo Cabrera Infante, Elvio E. Gandolfo y Enrique Pezzoni, les leí como autores poco después de haberles leído como traductores y resultaron tan importantes para mí como los autores que ellos mismos habían traducido.
No sé absolutamente nada sobre teoría de la traducción, pero conozco a algunos traductores cuyo trabajo disfruto como lector y de los cuales aprendo, como Javier Calvo, Juan Villoro, Eduardo Hojman, Marcelo Cohen, Helena Cortés y Ramón González. A veces también soy traducido: Burkhard Pohl, Claudia Ballhause, Sybille Martin y Kerstin Cornils me han prestado su voz en alemán y François Monti en francés. Janet Hendrickson me ha traducido al inglés y, a todos los efectos, considero mi traductora al inglés a la extraordinaria Mara Faye Lethem. A veces, también, traduzco yo mismo, y lo hago todas las veces con más dudas que certezas y con el temor de convertirme yo mismo en un traidor pese a haber sido tan felizmente traicionado tantas veces en el pasado. Un mundo sin traductores sería un mundo donde las diferencias de procedencia, de ingresos y de clase social que determinan el acceso a la literatura serían aún más notables y, por lo tanto, un mundo un poco más injusto. Sería un mundo, también, donde yo nunca hubiera descubierto a escritores como Arno Schmidt, Ernest Hemingway, James Joyce, Raymond Carver, Alain Robe-Grillet, Flannery O'Connor y muchos otros. Naturalmente, y por esto, también sería un mundo donde yo no escribiría. Creo que hay un "día del traductor" pero desconozco cuál es y prefiero que este diario de lecturas quede al margen de la tontería de los aniversarios. Aprendí algunos de los idiomas que no podía leer cuando era un adolescente pobre y debía robar libros; sin embargo, sigo leyendo traducciones con entusiasmo y sin ningún interés particular en cotejarlas con sus originales, que a veces también leo. Supongo que la traducción es un ejercicio de ventriloquía y carece de importancia que, de alguna manera, y para muchos puristas, sea un engaño. Algunos preferimos ser engañados, y llamamos a eso literatura. Aquí, una vez más, hay un adolescente pobre que vuelve a maravillarse ante su descubrimiento.
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