¿Quién dijo que la literatura permanece estática? La revista Ñ nos habla de aquellas versiones distorsionadas de algunos clásicos. Un remake siempre será un remake, pero en este caso, contrario a lo que sucede en el séptimo arte, un remake siempre será más divertido:
Se podría pensar, en un axioma un poco básico pero que es necesario verbalizar, que cada país establece una relación única e intransferible con su tradición literaria. La historia de las letras expone casos extremos: la absoluta irreverencia, la devoción, el desinterés, la reescritura, la parodia. Son los propios escritores los que en cada caso, en una especie de golpe oracular hacia atrás, le confieren un nuevo sentido a la literatura nacional que los precede. Después, claro, la crítica hace esa otra tarea, igualmente vital, de buscar las inflexiones semánticas, tensar los nudos entre poéticas y armar finalmente esa línea de tiempo de escrituras compartidas que llamamos literatura nacional. Desde luego, no es la misma relación con la historia literaria la que tenemos los argentinos, de tradición corta y abigarrada, que la que pueden tener por ejemplo los ingleses, que arrastran una sombra de siglos de literatura. Por eso, aunque se traten en el fondo de lo mismo –reescrituras, loops, cirugías en el corazón del canon– las distintas intervenciones sobre libros clásicos que aparecieron en el último tiempo deberían leerse de modo aislado y como casos que sólo hablan de sí mismos.
Cerebros
Cuando Orgullo y Prejuicio y Zombies arañó el puesto número tres de los libros más vendidos en la lista del New York Times, los agentes de mercadotecnia que andan siempre detrás de las modas literarias se hicieron una pregunta básica: ¿de dónde salió este engendro que se vende con el frenesí de un clásico instantáneo? La pregunta era válida, porque en efecto la génesis del libro tiene su modesta historia. El libro nació cuando el editor de Quirk Books golpeó la puerta de la casa de Seth Grahame-Smith, un errático escritor de libros de divulgación y ensayos new-age, y le entregó en mano un volumen delgado y sugestivo. Se trataba de The Art of War Against Fat (El arte de la guerra contra la gordura): un remix del clásico de Sun Tzu con un manual de instrucciones para bajar de peso. Grahame-Smith, seducido por la idea de reconstruir un libro clásico, revisó su biblioteca y encontró en Orgullo y prejuicio de Jane Austen la posibilidad de trabajar con una de las grandes obsesiones de su vida: los zombies, el cine de terror clase B, la sangre derramada, la truculencia como apuesta estética. En ese libro de un terror psicológico contenido, siempre a punto de rebalsarse, Grahame-Smith sólo tenía que dar el último paso, ese que haría estallar todo. Llevar a Orgullo y prejuicio de lo implícito a lo explícito. Además, la intervención de Grahame-Smith lo que hace es trabajar con la influencia de un contexto: no es lo mismo Orgullo y prejuicio en 1813 que en el año 2009; el mundo es otro, y otros son también los lugares desde donde las generaciones leen. Borges nos enseñó en "Pierre Menard, autor del Quijote" que los contextos de lectura lo definen todo. El mismo párrafo exacto del Quijote, leído con cuatro siglos de distancia, no puede jamás ser el mismo. La idea de Grahame-Smith en este sentido es otra, como si lo contemporáneo rearmara el texto clásico de un modo literal, agregando, cortando, saturando la escritura con el imaginario de lo actual. Pero al mismo tiempo, si bien Grahame-Smith incorpora en la novela de Austen eso que hoy está de moda, también elige una figura anacrónica, bien tradicional, como es la de los zombies. Es como si sugiriera que también la versión actual está hecha con materiales añejos, anacrónicos y saturados de sentido.
El propio Grahame-Smith dice que lo que hace es "microcirugía". Cuando le entregó el libro terminado a su editorial, los responsables del sello vacilaron porque pensaban que los devotos de Austen no iban a entender el gesto. Pero la industria del libro, atenta como cualquier otra, vio que la publicación fue un éxito de ventas inmediato y ya empezó a pensar la posibilidad de instalar la reescritura de clásicos como un género en masa. En pocos meses, salieron libros como Sensibilidad y sentimientos y monstruos marinos; Androide Karenina, en donde los personajes de Tolstoi se enfrentan a una revolución cyborg y robótica; Lazarillo Z, el clásico de la picaresca en un ambiente también de Zombies, con una modificación curiosa: el libro –originalmente anónimo– está "firmado" por el personaje central del relato, que anuncia que va a contar "la verdadera historia". Tratándose en Estados Unidos de un fenómeno de la pura industria cultural (no parece haber en estos títulos una relectura fuerte de la tradición literaria, como sí lo hay en la Argentina. Por lo pronto, como dato significativo, ningún libro es norteamericano), hay que mencionar que por ahora todos fueron publicados por la misma editorial, Quirk Books.
Originalmente enfocada a la publicación de libros de mesa de café, la editorial encontró en este formato que ellos llaman mash-up [un término que se utiliza en la industria musical y significa "mezcla"] un modo de "sacar a los libros del circuito clásico de las librerías". En palabras del propio fundador del sello, buscan "un concepto que sea claro y entendible, y que si se publica con una portada correcta y tentadora, pueda cruzar hacia el amplio mundo de los negocios que no sólo venden libros". Por ahora, los mash-up se hacen sobre títulos que han entrado en dominio público (es decir que hayan pasado más de ochenta años de la muerte de su autor, y entonces el libro se puede imprimir sin pagar derechos). De este modo, los beneficios económicos son mayores, desde luego, y además el siglo XIX ofrece un nutrido museo de clásicos para contrabandear. Quizás en algún momento se animen a intervenir sobre relatos nacionales, y ahí sí empiece a jugarse una relación más profunda con la propia tradición literaria.
El canon y el orden
Ya habían pasado sesenta años de la publicación de Orgullo y prejuicio cuando acá, del otro lado del Atlántico, a un tal José Hernandez se le ocurre escribir el Martín Fierro y fundar definitivamente una literatura nacional. El poema se publicó en dos partes, en 1872 y 1879, y durante varios años esa naturaleza mestiza y esquiva del libro confabuló para que no se lo pueda terminar de etiquetar ni de encapsular en una lógica de sentido. El golpe de gracia llegó recién en 1913, cuando Leopoldo Lugones imparte una serie de conferencias en el Teatro Odeón bajo el título de "El payador", en las que instala al Martín Fierro como piedra fundacional de la literatura argentina, y al gaucho como paradigma del ser nacional. Un poco más adelante, Borges va a imprimirle una nueva torsión al Martín Fierro, afirmando que se trata en realidad de una novela en verso, y no de un poema. Quizás frente a esa afirmación se para El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), de Pablo Katchadjian. Cuando Katchadjian ordena alfabéticamente los 2.316 versos del original está desembarazando al libro de su imperativo narrativo y convirtiéndolo en un puro efecto estético, en una música con vagos ecos semánticos. Ahí, de fondo, está esa historia del gaucho que se escapó con los indios, esa historia que todos conocemos porque quedó instalada en el inconsciente colectivo de nuestro país, pero ahora fracturada y arrojada en fragmentos en el medio de un libro de frases sueltas. El efecto es extraordinario. "El resultado es un poema a la vez extraño y conocido, una cámara de ecos del poema nacional" escribió César Aira, y agrega: "nos damos cuenta con sorpresa que nos hemos librado justo de lo que más nos molestaba: de esa insistencia de una voz en decirnos algo, hacerse entender, convencernos".
Borges recargado
Pero la cosa no queda ahí. Un tiempo después, Katchadjian saca un nuevo librito, intrépido y destellante: El Aleph engordado (2009). Como lo indica el título, se trata del cuento de Borges ampliado por dentro, con palabras y frases del propio Katchadjian. Se podría pensar que la intervención sobre los dos textos nacionales tienen algo de sana irreverencia, pero yendo más lejos es posible pensar que los mismos textos originales pedían, de un modo tácito pero palpable, estas reescrituras. Porque el Martín Fierro contiene implícitamente la posibilidad de su propia mutación (la idea de que a partir de ahora puede ser reordenado una y mil veces, y siempre habrá un nuevo Martín Fierro), y "El Aleph" es un relato sobre lo infinito. Así, las frases que agrega Katchadjian son parte de un aleph posible, de un aleph infinito que todo lo contiene. Cuando el personaje de Borges se acuesta en un sótano y ve detrás de un escalón esa esfera en donde confluyen todos los puntos del universo vistos desde todas las perspectivas en todas las épocas, debe haber visto también a El Aleph engordado. Borges, recostado en un sótano, viendo en una esfera tornasolada "de casi intolerable fulgor" la imagen de Katchadjian operando con microcirugía en el cuerpo de su propia literatura.
Por lo demás, Aira afirma que Katchadjian hizo un trabajo riguroso con los dos ejes centrales de la conciencia escrita: el tiempo y el lugar. Dice: "El Martín Fierro, El Aleph. El gaucho vagabundo urdiendo en el desierto de los años de su destino, y el escritor inmovilizado en una incómoda escalera, con la vista fija en un punto del espacio. El Martín Fierro es el tiempo de la literatura argentina, El Aleph su lugar. Son nuestras categorías, fuera de las cuales no podemos pensar. ¿O sí podemos? Por lo pronto, podemos escribir". Podemos escribir: la apreciación es válida, porque estos libros son también un modo de pensar el futuro de nuestra literatura. En la tensión con los grandes nombres de la tradición –eso que Harold Bloom llamó "la angustia de la influencia"– se juega la posibilidad de escribir hacia adelante. Lo de Katchadjian, en ese sentido, es vital, porque Borges significó para un par de generaciones una sombra difícil de franquear. "¿Cómo escribir después de Borges?" fue la pregunta fetiche durante algunas décadas para pensar las relaciones epigonales y de mimetismo que la propia escritura borgeana tendía a propagar. Por lo pronto, se vieron dos influencias dominantes de la obra de Borges en las generaciones de escritores argentinos de los sesenta para acá: una impronta estilística (escribir como Borges), que es posiblemente la más peligrosa y la más estéril, y una influencia en el modo de leer la cultura y de pensar lo literario, que ya se impone con el tiempo como su gran legado. Por eso, la intervención de El Aleph engordado en lo puramente estilístico es central, porque juega a desestabilizar esa perfección en la prosa borgeana que ha generado en tantos nuevos escritores el miedo o la reverencia que raya el plagio. Así, el Martín Fierro y El Aleph, textos vertebrales de nuestra tradición, son ahora materia más viva, que podemos manipular con libertad para poder seguir escribiendo.
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