El reciente Premio Alfaguara de Novela, como recordarán, se lo llevó el chileno Hernán Rivera Letelier. Una gran obra, según los críticos. En La nación de Argentina entrevistan al escritor:
-¿Por qué eligió narrar su vida?
-Es un personaje que predicó mucho en el desierto, que es mi hábitat. Tenemos cosas en común. Él se fue de su casa a trabajar a las minas de salitre a los quince años, la misma edad que tenía yo cuando comencé a trabajar allí. Anduvo predicando como un Cristo trashumante durante veintidós años, durmiendo a la intemperie. Yo estuve cinco años de caminante, con una mochila al hombro, durmiendo en lugares inverosímiles.
-¿Cómo fue ese viaje?
-Tenía dieciocho años en 1968, cuando escuché hablar de la revuelta de Mayo en París y de los hippies en Norteamérica. Vi en los noticiarios del cine que se estaba produciendo una revolución joven en el mundo. Los jóvenes abandonaban la escuela, el trabajo y el hogar con una mochila al hombro y una guitarra, practicaban el amor libre en las plazas, ¡y yo me lo estaba perdiendo! No podía ser. Me decidí, renuncié a la empresa minera, me fabriqué una mochila y me fui a hacer la revolución de las flores, pensando sobre todo en el amor libre. Creo que lo que me decidió a contar la historia del Cristo de Elqui es que intuí que era necesario tener ciertos elementos que no cualquier escritor tendría. Conozco ese desierto como la palma de mi mano y conozco los avatares del caminante. El lenguaje que se necesitaba para contar la vida de un Cristo me era familiar: me crié en una casa de evangelistas.
-Su padre era predicador.
-Del púlpito y de la calle. La gente se quedaba oyéndolo a pesar de que, al igual que el Cristo, era analfabeto. Ambos aprendieron a leer de adultos. El tono de predicador y profeta que se necesitaba para contar esta historia estaba en mis genes. Tenía ese lenguaje bíblico porque me crié leyendo la Biblia, el único libro que había en casa, porque éramos muy pobres y, como éramos evangelistas, no se compraban libros ni revistas, ni había radio, porque eran cosas mundanales. El tono, el paisaje y la experiencia de andar de un lado a otro los tenía. Era cuestión de sentarme a escribir.
-El personaje apareció en sus textos anteriores.
-El Cristo colgó la sotana después de veintidós años de prédica en el año 1953, cuando yo tenía dos o tres años. Pasó como cuarenta veces por el desierto en el que me crié, por lo que escuché muchísimas historias sobre él. Cuando me hice escritor, el personaje apareció en mi primera novela, luego en la cuarta y después en la novena. A la tercera vez ya no le pude hacer el quite y me senté a escribir sobre él. No me había dado cuenta de que yo era el indicado para contar su historia, y tenía cierto temor.
-¿Por qué?
-Porque escribir la historia de un Cristo como éste después de los Evangelios es complicado. Quise hacer uno como a mí me hubiese gustado leerlo. Más asequible, más humano, con sentido del humor, con mujeres, que no eligiera el voto de castidad. Que se guiara por el versículo bíblico que dice "id y multiplicaos sobre la faz de la tierra". Y este Cristo multiplica mucho.
-Aunque la novela retrata la vida de un Cristo pordiosero y la supervivencia en un lugar desértico, lejos de la idea de una América latina exuberante, es una novela llena de humor.
-Estamos hablando del desierto más inhóspito del planeta. Para sobrevivir necesitás sentido del humor. Si no, estás frito. Toda mi obra está permeada por la ironía e incluso por el sarcasmo. Los pampinos son gente heroica que se ríen de su tragedia, del paisaje cruel y el clima terrible, de la explotación que sufren. Incluso afloró el humor cuando escribí Santa María de las flores negras, sobre la matanza de obreros en una huelga de 1907 en Santa María de Iquique.
-A pesar de que el tema era propicio para una salida literaria fantástica, evitó las resoluciones mágicas.
-Aprendí a escribir leyendo a los escritores iberoamericanos de los años sesenta y setenta. Rulfo es mi dios. La influencia de ellos está presente, pero de ahí a que esté haciendo realismo mágico, como dicen algunos, es otra cosa. Trato de volver mágica una escena cotidiana a través del lenguaje. El Cristo promete milagros y sin embargo fracasa. Dice que va a volar, salta y se da la crisma contra el suelo. Soy una persona poéticamente realista. Un poeta con los pies en la tierra. Cuando escribí poemas, también eran poemas terrestres, no celestes. No me ha gustado nunca la fantasía, que es diferente de la imaginación.
-¿Cómo influyó su experiencia con la poesía en sus narraciones?
-Abandoné mi casa paterna, a los quince años, con un premio de un concurso de poemas. Soy un poeta que escribe novelas. Me considero un amante del lenguaje. Quiero que el lector goce con cada página y no quiera llegar al final. Si el lenguaje es un vehículo de la expresión, hay escritores que lo transforman en un avión y llegan pronto a destino. Yo quiero que ese vehículo sea uno de esos trenes antiguos que paraban en cada pueblo, al que subían las viejitas con canastos de gallinas o pan amasado, y se metía la lluvia, había olores, y subía uno con un acordeón. Que gocen del viaje sin pensar en el final; lo importante es la lectura. Cuando mis lectores me paran en la calle y me dicen que leyeron uno de mis libros tres o cuatro veces, o que no querían terminarlo mientras lo leían, siento que logré lo que buscaba. Lo mismo me ocurre cuando escribo. He llegado a la conclusión de que el escritor es un médium. Hay un instante en que no eres tú el que escribe. No siempre se produce, pero cuando ocurre es impagable. Te compenetras tanto que el tiempo desaparece. Me ha pasado de sentarme a escribir a las cinco de la tarde, perderme en la escritura, y cuando siento que me vuelve el alma al cuerpo noto que está toda la casa a oscuras, en silencio, están todos durmiendo y son las dos de la mañana. Cuando ocurre eso, no hay nada mejor en el mundo que escribir.
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