Encontré esta bellísima crónica de Alberto Salcedo Ramos. Espero les divierta, como lo ha hecho conmigo.
LA PUÑALADA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTESTodo aquel individuo que acepta, sin atisbo de pudor o algo de sonrojo, que bajo su nombre aparezca la palabra escritor seguramente se sentiría más cómodo sobre un pedestal de mármol que, pongamos, sobre un colchón Lo Mónaco. No obstante, usada como adscripción profesional, la palabra escritor levanta (fundadas) sospechas: una persona prudente no osaría confesarla ante un director de sucursal bancaria o ante los más severos miembros de su futura familia política si lo que quiere es, precisamente, crédito (material o moral). En determinados contextos, la palabra escritor suena, pues, extrañamente parecida a otros términos y expresiones como muerto de hambre, buscavidas o cantamañanas, porque, como todos sabemos, raro es el escritor que logra vivir de su arte. Y el que lo logra (hay ejemplos cada temporada literaria) suele ver cómo sus compañeros de gremio ponen en cuarentena su consideración como legítimo escritor y, si se tercia, terminan por retirarle el carné de socio del Club de la Hambruna Significante. Se puede inferir de todo esto que el Escritor es, esencialmente, un problema. O que todo escritor tiene un problema (como mínimo). Sería exagerado considerar a los escritores como los seres más nocivos de la Creación, pero su medular paradoja suele avalarles como entes frecuentemente ridículos. El Escritor vive apretujado en la tensión existente entre la pomposidad y el desamparo. Es muy difícil querer (realmente) a un escritor. Quizá por eso hay tantos escritores que se quieren (tantísimo) a sí mismos. Todo ello (la egomanía y la pomposidad) no son otra cosa que estrategias de supervivencia: artimañas para proporcionarle una coartada al aislamiento. El Escritor, en el fondo, solo se tiene a sí mismo (y a sus aduladores, forma de vida parasitaria que aplica sobre el ego del huésped un masajeo balsámico). No es extraño, por tanto, que en tales circunstancias se tienda a la hipertrofia del ego y a la atrofia de todo impulso social. Es posible que la Física aporte un diagnóstico más desapasionado de la situación: por regla general, una única habitación suele proporcionar un espacio insuficiente para la coexistencia (pacífica) de dos egos de Escritor, desmesurados por definición. De ahí que el Escritor solo pueda compartir un espacio tan severamente delimitado con su personal carga de aduladores, forma de vida portátil y con el cuerpo biconvexo, flexible y, ante todo, muy difícil de aplastar (y/o humillar) del Cimex Columbarius. Como especie animal sometida a unas leyes evolutivas consecuentes a su circunstancia y a las inclemencias climáticas de su hábitat, el Escritor ha desarrollado un peculiar lenguaje para la comunicación (casi siempre indirecta) con sus semejantes, los Escritores. Un lenguaje fundamentado en la descalificación exhibicionista, la puñalada barroca y el exabrupto con filigrana. En suma, el tipo de registro que uno emplearía con ese sector de realidad con el que jamás compartiría habitación con derecho a cocina (y vistas a claustrofóbico patio interior). El Escritor es, en cierto sentido, como la conmovedora reina/bruja de Blancanieves y los siete enanitos (versión Disney). En todo momento le pide a su espejito mágico que reafirme su única certeza —que no hay en el reino otro Escritor más valioso que él—, pero su reflejo no deja de escupirle listas que inflaman su ánimo y fracturan su ego: listas de best sellers, de futuribles, de académicos en capilla, de recién laureados por la crítica más sañuda o de inminentes premiados con talón de kilométricos ceros y contrato editorial con harén de odaliscas incluido. Es en esos momentos cuando el Escritor, que ya de por sí es una isla, siente cómo las placas tectónicas se desgarran bajo sus pies para desvelar el inabarcable paisaje de la Soledad Cósmica. Y, lógicamente, pasa a sentirse como Estela Plateada, pero con el mal temperamento de Galactus, devorador de planetas. El llamado Universo Literario ya puede ponerse a temblar: ¡Ha llegado la Hora de la Catástrofe! O, lo que es lo mismo, la Hora del Gran Espectáculo para ese público lector que siempre ha estado sediento de sangre. No tengo el placer de conocer en persona al autor de la presente antología de citas literarias, pero intuyo que su deporte favorito es lo que podríamos llamar el Pressing Catch de las Letras. A Albert Angelo (Avinyonet de Puigventós, 1959), reputado entomólogo, clarinetista y musicólogo del Alto Ampurdán, le encanta ver cómo los escritores se parten simbólicamente la cara hasta que uno de ellos muerde la lona del oprobio público. El Pressing Catch de las Letras es un espectáculo deportivo con alicientes bastantes más variados que la Lucha el Pressing Catch de las Letras resulta igualmente excitante, aunque por distintos motivos. A la selección de Albert Angelo solo se le podría reprochar una orientación excesivamente anglófila (o anglófoba) en lo que respecta al sector Visitante de este volumen donde la cita envenenada despliega sus múltiples rostros y funcionalidades. Escritores contra escritores dibuja una posible historia secreta de la literatura a través de sus rencillas, descalificaciones y desafíos. También da voz a muchas fobias no formuladas por un lector a quien puede dejarle bastante perplejo la axiomática importancia que tanto el mercado como las academias conceden a determinados tótems de las letras. Hay escritores capaces de formular su propia poética a través de la descalificación elaborada. En otros casos, el exabrupto parece funcionar como una suerte de autorretrato en negativo. Hay muchas historias encerradas en las páginas de este volumen: tensas relaciones paterno-filiales como la sublimada por Kingsley y Martin Amis, retratos colectivos de Hombres a los Que Nos Encantaba Odiar (como Camilo José Cela), perlas selectas de lúcidos avinagrados como Roberto Bolaño, incluso seriales por entregas a varias voces que nos detallan, entre otras cosas, la Verdad sobre Jane Austen... En Como una imagen (Comme une image; 2004), la brillante segunda película de Agnès Jaoui, aparecen dos escritores: la mala bestia consagrada, Étienne Cassard (Jean-Pierre Bacri), y el corredor de fondo elevado a talento emergente, Pierre Millet (Laurent Grévill). No es habitual que el cine ofrezca retratos tan crueles y, a la vez, tan precisos de eso que llamamos el Escritor, ser que oscila entre la patética autocompasión y la agresiva soberbia. En una escena de la película, Cassard se desfoga ante Millet tras un incómodo encuentro con el magnate del emporio que ha adquirido su pequeña editorial. El magnate ha elogiado una de sus novelas; debería, pues, estar contento, le indica Millet. Cassard replica que detesta esa novela, es la que menos le gusta de toda su carrera. «Siempre funciona la más fácil. A ti te ha pasado lo mismo», añade para humillación de su amigo, que acaba de salir de la invisibilidad merced a una novela que su propia esposa también considera algo más ligera que las anteriores. El bilioso savoir faire con que Cassard proyecta su resentimiento hacia su compañero es, de hecho, la materia moral que nutre este volumen. Como se ha apuntado más arriba, el Escritor solo puede comunicarse con su semejante a través de la mordedura (en la yugular o en el alma). El Escritor es un lobo para el Escritor. Pero la película de Jaoui iba más lejos: Cassard y Millet le proporcionaban una perfecta metáfora en miniatura sobre la estructura profunda de las relaciones humanas. Los personajes de Como una imagen siempre se están mirando en el prójimo y lo que contemplan en ese espejo es lo que les lleva a despreciarse a sí mismos. El Escritor Políticamente Correcto, salto evolutivo (o involutivo) del Escritor a secas, empieza a sustituir la tollina por la adulación: el signo de los tiempos nos lleva, pues, al fin del espectáculo. Les invito, entretanto, a disfrutar mientras puedan con las perlas (ensangrentadas) que ha ido recogiendo Albert Angelo.
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