29.9.10

La caída de los gigantes


La portada.


Ken Follet, uno de los autores que más vende libros en el mundo, lanza la primera de una trilogía de novelas, llamada La caída de los gigantes. Después de leer Los pilares de la tierra y y La clave está en Rebeca, debo decir que Follet entusiasma, pero no llega. Así comienza La caída de los gigantes, tomado de El cultural:

1
22 de junio de 1911

El mismo día que Jorge V fue coronado rey en la abadía de Westminster, en Londres, Billy Williams bajó por primera vez a la mina en Aberowen, Gales del Sur. El 22 de junio de 1911, Billy cumplía trece años. Su padre empleó su técnica habitual para despertarlo, un método que se caracterizaba por ser mucho más expeditivo y eficaz que cariñoso, y que consistía en darle palmaditas en la mejilla a un ritmo regular, con firmeza e insistencia, una y otra vez. El muchacho dormía profundamente y, por un momento, trató de hacer caso omiso de aquellos cachetes, pero los golpes se sucedían incesantes. Experimentó una brusca y fugaz sensación de enfado, pero entonces se acordó de que tenía que levantarse, de que hasta tenía ganas de hacerlo, de modo que abrió los ojos y se incorporó de golpe en la cama.

-Son las cuatro -anunció su padre antes de salir de la alcoba, y acto seguido se oyó el fuerte ruido de sus botas al bajar por los peldaños de la escalera de madera.
Ese día, Billy iba a empezar a trabajar como aprendiz minero, al igual que había hecho la mayoría de los hombres de su ciudad a su misma edad. Le habría gustado sentirse más ilusionado ante la idea de ser minero, pero estaba decidido a no hacer el ridículo: David Crampton lloró en su primer día en la mina y aún lo llamaban Dai el Llorica, a pesar de que tenía veinticinco años y era la estrella del equipo de rugby local.

Era el día después del solsticio de verano, y la luminosa claridad de los primeros rayos del alba penetraba por el ventanuco del cuarto. Billy miró a su abuelo, acostado a su lado, y vio que tenía los ojos abiertos. Cuando Billy se levantaba, el anciano siempre estaba despierto, invariablemente; decía que los viejos no dormían demasiado.

El muchacho salió de la cama; solo llevaba los calzoncillos. Cuando hacía frío, dormía con camisola, pero aquel año las islas británicas estaban disfrutando de un verano caluroso, y las noches eran suaves. Sacó el orinal de debajo de la cama y levantó la tapa.

No había habido ningún cambio en el tamaño de su pene, al que llamaba su "pito"; seguía siendo la misma colita infantil que había sido siempre. Tenía la esperanza de que hubiese empezado a crecerle la víspera de su cumpleaños, o si no, al menos, de ver brotar algún que otro pelo negro alrededor, pero se llevó una gran decepción. Para su mejor amigo, Tommy Griffiths, que había nacido el mismo día que él, la cosa había sido distinta: le había cambiado la voz y hasta le había salido una pelusilla oscura encima del labio superior. Además, para colmo, su pito era como el de un hombre hecho y derecho. Aquello era humillante.

Mientras usaba el orinal, Billy miró por la ventana. Lo único que se veía desde allí era la escombrera, un montículo gris pizarra de estéril, la materia inservible de la mina de carbón, esquisto y arenisca en su mayor parte. Aquel era el aspecto que debía de tener el mundo el segundo día de la Creación, pensó Billy, antes de que Dios dijese: "Produzca la tierra hierba verde". Una brisa suave levantó una fina capa de polvo negro de la escombrera y la derramó sobre la hilera de casas.

En el interior de su alcoba, todavía había menos objetos que contemplar. Se encontraba en la parte posterior de la casa, era un espacio angosto en el que a duras penas cabía la cama estrecha, una cómoda y el viejo baúl del abuelo. Colgado de la pared había un dechado bordado donde se leía:

cree en el
señor Jesucristo
y estarás
a salvo

No había espejo.
Una puerta llevaba a lo alto de la escalera y la otra al dormitorio principal, al que solo podía accederse atravesando la pequeña alcoba. La otra habitación era más grande, con espacio para dos camas, y allí dormían mamá y papá; incluso las hermanas de Billy habían dormido allí, varios años antes. La mayor, Ethel, ya no vivía con ellos, y las otras tres habían muerto, una de sarampión, otra de tos ferina y la tercera de difteria. También había tenido un hermano mayor, que compartió la cama con Billy antes del abuelo. Se llamaba Wesley y murió abajo, en la mina, arrollado por una vagoneta fuera de control, por uno de los carros con ruedas que transportaban el carbón.

Billy se puso la camisa, la misma que había llevado a la escuela la jornada anterior. Ese día era jueves, y solo se cambiaba de camisa los domingos. Sin embargo, sí tenía un par nuevo de pantalones, sus primeros pantalones largos, hechos de un recio algodón impermeable al que llamaban piel de topo. Eran el símbolo del ingreso en el mundo de los hombres, y se los puso con orgullo, disfrutando de la sensación fuertemente masculina de la tela. Se ciñó un grueso cinturón de cuero y las botas que había heredado de Wesley y, a continuación, bajó las escaleras.

La mayor parte de la planta baja estaba ocupada por la sala de estar, de unos veinte metros cuadrados, con una mesa en el centro y una chimenea en un costado, amén de una alfombra tejida a mano sobre el suelo de piedra. El padre estaba sentado a la mesa leyendo un ejemplar atrasado del Daily Mail, con unas lentes apoyadas en el puente de la nariz larga y aguileña. La madre estaba preparando el té. Dejó la tetera humeante en la mesa, besó a Billy en la frente y le preguntó:
-¿Cómo está mi hombrecito el día de su cumpleaños?

Billy no contestó. El diminutivo le había dolido en lo más hondo, porque seguía siendo pequeño y no era un verdadero hombre todavía. Se dirigió a la cocina, en la parte de atrás. Sumergió un cuenco de hojalata en el barril de agua, se lavó la cara y las manos y, a continuación, tiró el agua en la pileta baja de piedra. En la cocina había un caldero con una parrilla para el fuego debajo, pero solo se empleaba las noches del baño, que eran los sábados.

Les habían prometido que no tardarían en tener agua corriente, y las casas de algunos mineros ya disponían de ella. La familia de Tommy Griffiths se hallaba entre las afortunadas. Cada vez que iba a casa de Tommy, a Billy le parecía un milagro poder llenar un vaso de agua fresca y clara con solo abrir un grifo, sin tener que transportar ningún balde hasta el surtidor de la calle. Sin embargo, el milagro no había llegado todavía a Wellington Row, la calle donde vivían los Williams.

Volvió a la sala de estar y se sentó a la mesa. Su madre le puso delante una enorme taza de té con leche y azúcar. Cortó dos gruesas rebanadas de una hogaza de pan casero y le llevó un pedazo de manteca de la despensa, situada debajo de la escalera. Billy entrelazó las manos, cerró los ojos y dijo:
- Gracias, Señor, por estos alimentos. Amén.
Acto seguido, bebió un sorbo de té y untó la manteca en el pan. Los ojos azul claro de su padre lo miraron por encima del periódico.
-Échate sal en el pan -le dijo-. Vas a sudar bajo tierra.

El padre de Billy era representante minero de la Federación Minera de Gales del Sur, el sindicato más fuerte de toda Gran Bretaña, tal como decía cada vez que tenía ocasión. Lo conocían como Dai el Sindicalista. A muchos hombres los llamaban Dai, el diminutivo de David, o Dafydd en galés. Billy había aprendido en la escuela que el nombre de David era muy popular en Gales porque era el nombre del santo patrón del país, como san Patricio en Irlanda. No se distinguía a un Dai de otro por el apellido -porque allí casi todos se apellidaban Jones, Williams, Evans o Morgan-, sino por el apodo. Los nombres verdaderos se utilizaban muy rara vez cuando había alguna alternativa jocosa. Billy se llamaba William Williams, así que para todos era Billy Doble. A veces las mujeres recibían el apodo del marido, de modo que la madre de Billy era la señora de Dai el Sindicalista.

El abuelo bajó cuando Billy estaba comiéndose la segunda rebanada de pan. A pesar del calor, llevaba chaqueta y un chaleco. Cuando se hubo lavado las manos, se sentó frente a Billy.

-No estés tan nervioso -le dijo-. Yo bajé al pozo cuando tenía diez años, y mi mismísimo padre bajó a la mina encaramado a la espalda del suyo cuando tenía cinco, y trabajaba desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde. De octubre a marzo no veía la luz del sol.

-No estoy nervioso -repuso Billy.
No era verdad. Estaba muerto de miedo.
Pese a todo, el abuelo se mostró benevolente y no siguió insistiendo. A Billy le caía bien. Su madre lo trataba como un crío pequeño, y su padre era severo y sarcástico, pero el abuelo era tolerante y se dirigía a Billy hablándole como a un adulto. -Escuchad -dijo el padre.
Él era incapaz de comprar el Mail, un periodicucho de derechas, pero a veces se llevaba a casa el ejemplar de otra persona y les leía el periódico en voz alta, con tono desdeñoso y mofándose de la estupidez y la falta de honradez de la clase dirigente.

-"Lady Diana Manners ha sido objeto de severas críticas por acudir con el mismo vestido a dos bailes distintos. La hija menor del duque de Rutland recibió el galardón del "mejor vestido de señora" en el baile del Savoy por el cuerpo ceñido de escote barco y falda de miriñaque, y obtuvo un premio de doscientas cincuenta guineas." -Bajó el periódico y dijo-: Eso es, al menos, tu salario de cinco años, hijo mío. -Reanudó la lectura-: "Sin embargo, suscitó la reprobación de los connoisseurs al lucir el mismo vestido en la fiesta que lord Winterton y F.E. Smith celebraron en el hotel Claridge. En contra de lo que afirma el dicho popular, lo que abunda, y en este caso repite, en ocasiones sí daña, fue el comentario de los asistentes". -Levantó la mirada del periódico y dijo-: Así que ya lo sabes, mamá, será mejor que te cambies de vestido si no quieres suscitar la reprobación de los connoisseurs.

Aquello no hizo gracia a la madre de Billy. Llevaba un viejo vestido de lana de color pardo con los codos remendados y manchas bajo las axilas.

-Si tuviera doscientas cincuenta guineas, te aseguro yo que estaría mucho más elegante que ese adefesio de lady Diana Comosellame -dijo, no sin amargura.

-Es verdad -convino el abuelo-. Cara siempre fue la más guapa... igual que su madre. -La madre de Billy se llamaba Cara. El abuelo se dirigió entonces al chico-: Tu abuela era italiana, se llamaba Maria Ferrone. -Eso Billy ya lo sabía, pero al abuelo le encantaba relatar una y otra vez las viejas historias familiares-. De ahí heredó tu madre ese pelo negro tan brillante y esos hermosos ojos oscuros, y tu hermana también. Tu abuela era la mujer más guapa de Cardiff... ¡y yo me la quedé! -De pronto, una nube de tristeza le ensombreció el semblante-. Aquellos sí que eran buenos tiempos... -añadió en voz baja.

El padre frunció el ceño con aire reprobador porque, a su juicio, aquella conversación evocaba los placeres de la carne, pero la madre se sintió halagada con los cumplidos de su padre y sonrió contenta mientras le servía el desayuno.

-Huy, sí, ya lo creo -intervino-. A mis hermanas y a mí todo el mundo nos consideraba unas bellezas. Se iban a enterar esos duques de lo que es una mujer guapa si tuviéramos dinero para sedas y encajes...

Billy se quedó pasmado, pues nunca se le había pasado por la cabeza considerar guapa ni nada por el estilo a su madre, aunque cuando se vestía para las reuniones del templo el sábado por la tarde sí estaba radiante, sobre todo cuando llevaba sombrero. Suponía que debía de haber sido guapa alguna vez, hacía muchos años, pero le costaba imaginarlo.

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