Paul Brito hace una semblanza sobre la obra de Gómez Jattín, que tanto ha influenciado a nuestra generación (debo decir que a mí no). Aparece en El heraldo del día de hoy. Aquí la cuelgo completa:
Aunque el poeta colombiano Raúl Gómez Jattin completó su proceso de autodestrucción: drogadicto, loco, mendigo y finalmente muerto trágicamente bajo las llantas de un autobús en Cartagena de Indias el 22 de mayo de 1997, su poesía siguió un proceso más elevado y sutil. “Mi poesía es metafísica”, decía él mismo. Su voz lírica podía descender a los niveles más ordinarios y conservar su equilibrio, su lucidez y su belleza.
La célebre procacidad de sus poemas estaba ya tan asimilada a su estética y a su metafísica que era otra forma de pensar la realidad: “La cocinera hace de todo Se levanta la falda/ y lo trepa a uno a su pubis Te pone las manos/ en las nalgas y te culea en esa ciénaga insondable/ de su torpe lujuria de ancha boca”.
Creía en un Ser único e indivisible repartido en todos los seres del mundo, al igual que Borges, Schopenhauer y la filosofía hindú. Esa convicción, más que pensarla o creerla, la sentía profundamente, de ahí que su individualidad le doliera tanto, como un desgarramiento permanente.
También se reflejaba en la pansexualidad que pregonaba y ejercía a fondo, en los diálogos telepáticos con otros escritores como Cavafis o como Platón, o en poemas como este, que vendía por mil pesos a estudiantes de la Escuela de Bellas Artes en Cartagena:
Estamos condenados
a amar un ser imaginario
que se asoma a través
de los ojos
de quienes lo anteceden
hasta mostrarse
él plenamente
y ya para siempre
en el Paraíso.
Necesitaba extender su sensibilidad a un ser único, volcarla en una sola llaga, como un electrón loco volviendo a su núcleo atómico, y lo intentaba con una “fuerza de tormenta amorosa y dolida”, como dijo refiriéndose a Juan Manuel Serrat. El camino que encontró muchas veces fue la pasión por su pasado y por la infancia. En el remoto pasado intuía no sólo el Origen sino el Final, el Paraíso perdido, desde allí lo miraban los primeros ojos en una mirada que lo abarca todo. “Hoy te digo que creo en el pasado/ como punto de llegada”, afirmó en un poema que se titula ‘El Leopardo’.
El pasado no era para Raúl un punto de salida, sino un regreso absoluto. “Sueños de un día trepando los peldaños de la eternidad”, dice en el mismo poema.
Su poesía fue una búsqueda constante de ternura y pureza, de ese tiempo en que todos éramos buenos. Sin embargo, sabía dolorosamente que no había otro camino de regreso que desandar el monte crecido de la indolencia y la maldad.
De modo que siempre estaba reviviendo en sus poemas ese pasado remoto y restregándoselo a los demás, y volviendo a ser un niño travieso cada vez que podía. En este poema le dice a una vecina de buena familia:
Lo más probable es que seas como los otros
Ignorante y mentirosa
No aquella que pobló mi infancia
No aquella de luciérnagas en los ojos
Querida
Cómo estás de cambiada
Lo más natural es que seas como ellos
Indolente y malvada
Lo más natural
No el endeble pájaro del verano
No las margaritas del jardín.
Esa naturaleza degradante del tiempo la contrapone Gómez Jattin a la naturaleza misma, una naturaleza sin tiempo que se respira en su Amanecer en el valle del Sinú, y que nosotros vamos manchando con adjetivos y distorsionando con el tiempo: “La parranda verraca es la del sol con la vida”, afirmaba en un poema. Y en otro que se titula ‘Poeta Urbano’ nos insta a ir al encuentro de esa “naturaleza, a contemplarla, a defenderla”; en otros finalmente a penetrarla, a unirnos a ella con “todo ese sexo limpio y puro como el amor/ entre el mundo y sí mismo”. La dirección del sexo es hacia dentro, la del tiempo es hacia afuera.
La maldad total es el final del camino, pero por lo menos esa condición pérfida y degradante del tiempo (representada muchas veces en aquella abuela monstruosa de su infancia: “A esa mujer malvada/ que me esquilmaba el pan/ a ese monstruo mitológico/ con un vientre crecido/ como una calabaza gigante/ yo la odié en mi infancia”) es una esperanza, una posibilidad de regresión, un camino de vuelta hacia dentro.
No desechaba entonces los escombros del presente, su miseria, y se revolcaba en ellos buscando la punta del hilo para salir del laberinto, aunque esa punta tuviera una filosa aguja.
No le importaba entonces enamorarse “de un amor malvado/ pero hermoso como un lucero en la noche de la muerte” o enfrentarse al “espejo oscuro de la vida, ese alcahuete, ese generoso prostituto que le regalaba una maldad”.
Aquel dolor metafísico que supuran sus poemas (en su esfuerzo por remontar la maldad y la indolencia, la ignorancia y la mentira acumuladas con el tiempo) eran su forma de autoconocimiento.
La amistad y el amor, por su parte, eran grandes saltos dentro de esa ruta ardua y minuciosa para volver a ser un Uno solo con Todos, y no solamente con sus congéneres, también con el gallo, la burrita, la paloma, la chiva o cualquier otro ser donde se agitara la vida, incluso el asesino o el parricida, al que le canta en un poema.
Los cuchillos de la poesía y la misma locura, donde condensaba todo ese dolor metafísico, eran el salto final hacia lo realmente esencial, un parto doloroso que podía regresarlo a la vida. A la vida verdadera.
Como advertencia sobre su propia condición, nos dejó esta sabia recomendación: “Antes de devorarle su entraña pensativa/ Antes de ofenderlo de gesto y palabra/ Antes de derribarlo/ Valorad al loco/ Su indiscutible propensión a la poesía/ Su árbol que le crece por la boca/ con raíces enredadas en el cielo./ El nos representa ante el mundo/ con su sensibilidad dolorosa como un parto”.
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