En el XIII Festival Internacional de Poesía de Bogotá que se llevó a cabo en mayo de 2005, tuvimos el gusto de tener a uno de los poetas más celebrados del momento, el peruano Antonio Cisneros (1942), quien ha recibido en los últimos años el reconocimiento a su obra otorgándosele el Premio Interamericano de Cultura “Gabriela Mistral” en el año 2000 y el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso en el año 2004. Sus versos sobresalen por insertar en la poesía moderna latinoamericana el coloquialismo a través de la ironía, un tono contestatario y un aliento desacralizador del hombre y la historia. De Cisneros dice el poeta mexicano David Huerta en el prólogo de Por la noche los gatos reimpreso en el 2004 por el Fondo de Cultura Económica: “La poesía de Cisneros no es únicamente peruana: es parte de la cultura latinoamericana en general. Está recorrida de extremo a extremo por un fervor extraordinario que se vierte por distintos cauces y en diversas formas: el poema amoroso, el texto histórico, la indagación documentada del pasado a la que la poesía presta generosamente sus moldes”. Con este preámbulo sobre la obra de Cisneros, damos comienzo a la entrevista concebida por el peruano en el Hotel Bacatá el último día de su estadía en la ciudad, donde charlamos de culinaria, fútbol, el Quijote, sus hábitos de escritura, su vida, su poesía y otros poetas peruanos.
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¿Cómo le ha parecido el Festival de Poesía de Bogotá?
—Muy bien. Un buen encuentro de poetas. Estos siempre son muy entretenidos, porque no son reuniones académicas donde se leen ponencias. Son lo que son. Se lee poesía. Y además no son sólo de comité, sino son para comunicarse con el público; una cosa abierta. A veces los académicos y los novelistas creen que los festivales son demasiado placenteros; yo pienso que así deben ser: divertidos y comunicadores.
Antonio, lo reseñan como amante de la cocina. Culinaria y poesía, ¿qué me puede decir de esa relación?
—Yo sé que sería bonito establecer una relación entre una y la otra, pero yo soy sumamente realista; yo soy cocinero, me gusta comer, enterarme de las cocinas del mundo, pedir recetas, leer libros, escribir eventualmente crónicas sobre cocina; pero no lo relaciono con poesía. Eso es otra cosa. Otra forma de sabrosura. Finalmente la cocina es un relajo, un divertimento ¿no? Y la poesía no. La poesía es difícil, muy dura; en la medida en que el objeto y el sujeto de tu propia poesía eres tú mismo, el autor, y eso es desagrador.
Claro, también me preguntan cómo se relaciona poesía y fútbol; y no. Son cosas aparte. Tengo mi vida muy esquizofrénicamente medida. Una cosa es la poesía. Una cosa es la cocina. Una cosa es el fútbol. Otra el periodismo. Ahora, mira, la primera vez que salí del Perú, tenía 17 años y vine aquí, a Medellín; y no vine a ningún encuentro de escritores. Yo era de la selección juvenil del Perú, y le metimos 4-0 a los colombianos —me mira al rostro y se ríe a sus anchas.
¿De qué jugaba?
—Volante izquierdo, en esa época no había líneas medias.
Y a cuál equipo le va…?
—Sporting Cristal—dice con fuerza, alza un poco el brazo derecho y extiende la palma — ¡La Celeste eterna!
Camus una vez dijo que lo que aprendió de los hombres, lo aprendió del fútbol. Usted, ¿qué dice?
—No del fútbol, pero sí lo aprendí del barrio; y el fútbol es barrio. Claro, ésa es la diferencia con otros intelectuales, que son los que yo llamo “palomillas de ventana”, los que miraban a los demás chicos jugar fútbol y ellos nunca bajaban a jugar. Yo soy un viejo muchacho de barrio—y agrega mientras arroja una bocanada de humo—bueno, Camus fue portero de la selección de Argelia ¿no?
¿Qué libro rescataría usted de las cenizas del olvido?
—Ninguno, los libros que se olvidan es porque no sirven.
¿Qué libro está leyendo en este momento?
—Acabo de terminar de leer un libro que se llama El gourmet. Es la novela de un chino; de padre chino y madre inglesa; de Hong Kong. Un hombre de mi edad: unos 60 años. De algún modo, es la historia de China de los últimos 40 años, a través de dos personajes: uno, un cocinero del montón y otro, un hombre que tenía fama de gourmet refinado. Entonces, todo está basado en el odio que le tiene el cocinero marmitón al gran chef. Dicho así, es muy bueno, muy inteligente porque pasa toda la historia de China por allí; lucha de clases entre dos cocineros.
Una pregunta ahí, ya que usted habla de los malos ambientes en este oficio de la cocina, hay una cita de una norteamericana que dice: “amo el arte, pero odio el mundo del arte”, ¿qué me dice de eso?
—Supongo que se refiere a que detesta el mundo de los mercaderes de arte, de las exposiciones, los autobombos, los críticos; no creo que a nadie le guste, en ese caso, el mundo del arte —ríe jocosamente.
En este año se celebran los 400 años de la publicación de la primera parte del Quijote. ¿Cómo fue su acercamiento al libro de Cervantes?
—¡Como todo muchacho, por obligación! O tu crees que hay algún niño normal que diga —dice con sarcasmo— ¡Ay, quiero leer el Quijote! Después te das cuenta de los valores maravillosos que tiene: el manejo del idioma, la riqueza de mundos que fabrica. Pero normalmente esas cosas empiezan por obligación.
La pregunta clásica es qué le gusta del Quijote; yo le pregunto ¿qué no le gusta del Quijote?
—Es… —duda varios segundos y exclama— ¡Es un libro casi perfecto! Te iba a decir porque es muy largo; pero, no, porque cuando se acaba, te da pena que se acabe. Es un libro redondo.
El poeta Henry Luque Muñoz dice que la tristeza es de los payasos y de los poetas; Joyce, que el arte es necesariamente triste, y Dostoievski, en Diario de un escritor dice que la novela más triste es el Quijote. Usted ¿dónde percibe esa tristeza?
—Bueno, de algún modo la figura del Quijote mismo, de Alonso Quijano, tiene esa cosa tristona, que te enternece, no cierto? Un hombre alucinado, fuera de sí. Que sostiene los grandes valores de las novelas de caballería cuando ya no son tiempos de las novelas de caballería; el hombre que está enamorado de una porqueriza, que él cree que es Dulcinea; o cuando lucha con los molinos de viento cuando cree que son gigantes. Yo no hablaría de tristeza, más bien de una locura melancólica. A mí no me parece un libro triste.
Maestro, he tenido el placer de conocer la poesía de tres peruanos… me gustaría que usted me hablara de ellos:
Emilio Adolfo Westphalen
—¡Gran poeta!—dice con convicción—Yo lo conocí mucho. Es de los grandes de esta vanguardia peruana que viene desde Vallejo hasta los comienzos de los años cincuenta; una de las importantes del idioma castellano. Westphalen escribió muy poco. Yo trabajé a su lado, él dirigía una importante revista llamada Amaru; y yo era su joven secretario de redacción. Emilio Adolfo tendría unos 40 años y yo unos 20, bueno, tal vez, él más, unos 45, 50. Él siempre me tuvo especial cariño porque tuvo dos hijas y no tuvo hijo hombre. Recuerdo que pasaba todas las mañanas a buscarme para ir a su trabajo en su Jaguar, tenía un Jaguar. Cuando él era agregado cultural en México pasé e hice una escala de visita, pues iba para California, y total, me quedé dos meses porque no me dejaba ir de su casa. Fue muy especial. La gente le tenía mucho miedo porque era muy parco, muy seco y casi ni hablaba, pero yo conocí al otro Emilio Adolfo: un hombre tierno, tímido y muy culto. Se ha muerto a los ochenta y tantos…
Una de las damas de la poesía latinoamericana, la poeta de Canto villano.
—¡Blanca Varela! Una de las mejores poetas del idioma. Ejerce un gran magisterio sobre las poetas y en general. En este caso no se trata de temáticas, ni reivindicaciones feministas; se trata de poesía en sí misma.
José Watanabe.
—Pepe Watanabe. Muchacho dos años menor que yo. Es un magnífico poeta, un miniaturista casi. Una poesía muy transparente, serena, reposada; muy bien escrita. En general, no aparece arrebatada por mayores inquietudes, ni dinamismos. Hay una contemplación casi de budismo zen, tal vez se deba a sus ancestros japoneses.
¿Qué poeta peruano de los jóvenes me recomienda?
—No, yo no recomiendo—dice con severidad—. La verdad es que no me interesa saber qué hay de nuevo. Hay buenos poetas. En general, América Latina ha tenido muchos buenos poetas, lo que pasa es que en la primera juventud son cientos, miles en todo el continente; la vida real dirá cuántos quedan a mitad de carrera, después se puede hablar, ahora me parece muy aventurado. Y a veces te basas en simpatías porque has conocido la obra de éste y no la del otro, porque hay una cosita que te interesó de éste y no del otro. Tienen que crecer. La poesía es muy graciosa cuando eres muchacho, luego es muy difícil, tienes que estar décadas y décadas hecho un idiota haciendo versitos.
b)
Maestro, la ironía en su poesía. Encontré esta cita de Jacinto Benavente, dice: “La ironía es una tristeza que no puede llorar y sonríe”. ¿Podría decir lo mismo de la ironía en su poesía?
—No sé si es así como lo pensaba el buen Jacinto Benavente, pero en todo caso, yo creo que la ironía es la negación de la solemnidad; y la solemnidad es una cosa tonta. La ironía es una forma de distanciarte; ahora, la principal ironía es en la que te ríes de ti mismo, yo no conozco a nadie que pretenda tener humor si no se ríe de él mismo. La ironía es una distancia, es una visión crítica y sobre todo le echas agua al caldo de la solemnidad.