La directora de Arcadia habla de la inglesa Jean Rhys, aquella escritora que se enfrentó a todo Londres por ganarse un papel en el mundo de la literatura. Lo comenta, como no, en Arcadia:
Cuando la llamaron a su humildísima casa en un pueblo perdido del sur occidente de Inglaterra para contarle que se había ganado el Whitbread Award, en ese entonces el premio más prestigioso de Gran Bretaña, lo único que atinó a musitar Jean Rhys fue un escueto “It has come too late”: Ha llegado demasiado tarde.
Jean Rhys ha sido lo que los lectores consumados llaman una escritora de culto. De esas que no conoce mucha gente. Jamás vendió muchos ejemplares de su obra, si exceptuamos ese breve período del premio, cuando ella tenía ya 77 años. Ese año, 1967, Rhys ganó el Whitbread con su novela más conocida, Ancho mar de los Sargazos. Ya era una mujer vieja y cansada, con una vida a cuestas que se extendía como un desvencijado abanico por todo el siglo XX, con todo su rosario de heridas de guerra y su dureza; una vida que mezclaba el vértigo, la desesperación paralela por tener un hombre a su lado y por la supervivencia económica, el alcoholismo, tres matrimonios y posteriormente, el aislamiento más absoluto.
El premio se anunció en la prensa con bombos y platillos, y algunos, gente mayor, exclamaron estupefactos: “¿Jean Rhys? No puede ser… ¿Acaso será la misma escritora que…? ¡Pero si Rhys murió durante la guerra!”.
Y es que después de la Segunda Guerra Mundial, ella decidió desaparecer.
Rhys había nacido en 1890 en Rouseau, la capital de la diminuta Dominica, una de las Antillas menores, esa salpicadura de islitas que quedan justo arriba, hacia la derecha de Venezuela. Su padre fue un médico galés, y su madre, una creole de ascendencia escocesa. De niña adoraba leer, como sucede a veces en las infancias solitarias. Rhys se sentía escindida y sola en medio de una cultura negra, africana, que arrastraba las tensiones de un reciente pasado esclavista y colonial. Cuando Rhys cumplió 17 años, fue enviada a Inglaterra a estudiar, y se alojó donde unas parientes lejanas poco generosas y nada contentas con la idea de tener en casa a esa niña de tan exótica educación.
Su angustia por el dinero comenzó muy poco después, cuando murió su padre. Tuvo que abandonar sus estudios de arte dramático en Londres, pero a pesar de las súplicas de su madre, no quiso volver a la isla y comenzó entonces una vida de animal errabundo, marcada por la necesidad de dinero. Logró conseguir trabajo como corus girl, una más de un coro de cabareteras en un espectáculo musical pobre y ambulante. Posó desnuda para artistas, y logró sobrevivir en parte gracias una pequeña suma de dinero mensual que le pasaba un ex amante.
Después de la Primera Guerra Mundial, durante la cual trabajó en una cantina para soldados en Londres, Rhys se fue a Holanda y se casó con Jean Lenglet, un periodista y letrista de canciones. Con él vivió en Viena y en Budapest, tuvo un hijo que murió a las pocas semanas de nacido y después una hija. En París tuvo un encuentro que marcaría su vida: conoció a Ford Madox Ford, el famoso escritor inglés y editor de revistas literarias que publicó a todos los grandes nombres de la literatura anglosajona en la primera mitad del siglo: Hemingway, Joyce, Gertrude Stein, Conrad y Ezra Pound. Eran los alegres años veinte, esos en los que París era una fiesta, y Rhys estaba sola con su hija y sin dinero, pues su marido había ido a parar a la cárcel por hacer transacciones financieras ilegales. Y escribía. Ford leyó sus cuentos y quedó maravillado. Logró que Rhys fuera publicada, pero también logró meterla en su cama, y el affaire –él estaba casado– acabó sonora y amargamente.
Las grandes escritoras inglesas de la época, desde Virginia Woolf hasta Gertrude Stein, eran lánguidas aristócratas que se deslizaban cómodas entre la vanguardia de la época y el empolvado glamour del espíritu victoriano. Tomaban el té a las cinco de la tarde, firmaban manifiestos y eran sofisticadas e impecables anfitrionas. Claro que se debatían y cuestionaban la condición femenina, pero el dinero las protegía (hay que ver las tribulaciones que le producía a Virginia Woolf el problema del servicio doméstico) y les daba la licencia necesaria para dedicarse al rito intelectual. A Rhys no. Ella era la muchacha que mira las vitrinas de las tiendas y sueña con ese vestido color malva que nunca podrá comprar. Ella era una mujer sentimental, y precisamente ese sentimentalismo era lo que con más airoso desdén rechazaban las escritoras de vanguardia.
Sin duda alguna, se puede decir que Rhys era una escritora profundamente autobiográfica. Y es por eso que su vida ilumina sus novelas y sus cuentos con una fuerza tan llena de un pasmoso talento, que enamora, como de angustia y desesperación.
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