El protagonista de Blanco nocturno, Luca Belladona, es un personaje obsesivo: tuvo una fábrica pero la tuvo que cerrar por causa de la política económica del gobierno. ¿Es una referencia directa a la historia latinoamericana contemporánea?
Es una historia que tiene una relación autobiográfica conmigo, el personaje de Luca está basado en un primo mío que tuvo una fábrica que quebró y que él no quiso entregar. Se quedó allí encerrado construyendo objetos. El personaje de Luca vive en un momento en que el valor de la producción de objetos está comenzando a declinar. De hecho tiene una revelación cuando escucha ese discurso de Nixon en el que anuncia que Estados Unidos abandona el patrón oro, el dólar comienza a fluctuar libremente y toda esta cuestión tan contemporánea de la especulación financiera se desata a partir de ahí. Su drama personal tiene que ver con el hecho de que es propietario de un saber, el de fabricar objetos, que ya no tienen lugar en el mundo. En ese sentido creo que en la actualidad la economía funciona como el destino, como era el destino para la tragedia griega: un lugar muy poco claro, del que provienen palabras, mensajes que uno no termina de descifrar. Lo que le pasa a Luca con la economía ya le pasaba al héroe clásico con la palabra de los dioses. Hay también en la novela una tensión subterránea, entre el mundo conservador, identificado con los propietarios de campo y esa aspiración a la modernidad que se traduce en la pretensión de poder fabricar y no sólo exportar materias primas. Es una tensión que ha recorrido gran parte de la historia de América Latina, pero yo la cuento con base en mi propia experiencia, no son cosas que me han ocurrido personalmente, pero sí que he visto en mi familia.
Hay en Blanco nocturno una referencia constante a las conspiraciones ocultas que deciden la suerte de la sociedad sin que lo sepamos. ¿Por qué cree que tienen tanta aceptación popular las teorías de conspiración?
Es la forma que tiene el sujeto contemporáneo de explicar lo que sucede en el medio de la marea de informaciones que lo confunden y que no puede interpretar. El sujeto siente que la economía, por ejemplo, le perturba su propia experiencia y él no entiende bien por qué. Pensar que detrás de los complejos movimientos de capitales hay un complot es el modo de encontrarle sentido a acontecimientos muy oscuros. Vuelvo a la noción de destino en el pensamiento clásico: los dioses le decían a los hombres oráculos confusos y los héroes trágicos los entendían mal y esto los llevaba a la ruina. Hoy la economía juega ese papel: nos llevan mensajes confusos que interpretamos al revés. Cuando hay que comprar casas, vendemos. Invertimos cuando no hay que hacerlo. Compramos casas cuando convenía comprar dólares… El Estado, por otro lado, usa la amenaza de un supuesto complot para garantizar un sistema de control. Yo vivo en Estados Unidos donde todos los sistemas de control están conectados a la inminencia de un ataque terrorista que supuestamente pondría en riesgo a la sociedad.
En la novela se presenta a Jesús y a los apóstoles como una secta de iniciados comedores de hongos que compartían un conocimiento oculto, como una especie de vanguardia iluminada. Me recuerda a una escena de la primera temporada de Los Sopranos en la que la mujer de Tony le dice al sacerdote “Entiendo lo que hizo Jesús, pero no lo que dijo”. ¿Cree que son acaso las religiones con su lenguaje hermético las primeras interpretaciones paranoicas de la realidad?
La idea de que uno tiene la verdad absoluta, de que uno es el hijo de Dios y que tiene la llave para interpretar la realidad, puede verse como una construcción paranoica, entendiendo la paranoia no desde el punto de vista psiquiátrico, claro está. Por otro lado, la idea de la sociedad secreta recorre la historia política. Se puede ver el modelo de Cristo también en Lenin o en los pequeños grupos revolucionarios de los setenta. Un pequeño grupo de iniciados que tienen una verdad y que luchan por ella. Esa idea está muy presente en la historia contemporánea. De todos modos, son ideas del personaje de Luca… ¡No vayan a pensar que soy yo el que dice esas cosas…!
A lo largo de la novela hay referencias muy intensas a la confusión que generan los parecidos y los iguales, culpables verdaderos y falsos culpables que se parecen entre sí, hermanas gemelas, hermanos que tienen un nombre casi igual… ¿Por qué esta obsesión con lo parecido y lo diferente y con la búsqueda de la verdad absoluta, que es de última el motor de la trama?
En principio tiene que ver con la idea de que vemos e interpretamos lo que vemos con base en un saber previo. Nunca vemos en forma pura. Y como la historia transcurre en la llanura, me interesaba resaltar la cuestión de la luz, que en ese paisaje es una cosa de día y de noche se vuelve algo totalmente diferente. La llanura de noche es muy amenazadora. Uno teme perderse ahí, no hay horizonte, se pierde la dirección y esto se relaciona con la cuestión del sentido. Desde ese punto de vista, quise transmitir esa incertidumbre tan importante para el género policial que es: ¿qué quiere decir “ver bien”, o “percibir correctamente” un hecho? ¿Qué quiere decir “descifrar un rastro”, “perseguir una señal”? Todas estas cuestiones no están en la novela como tema central, pero eran muy importantes para mí mientras escribía el libro.
Realiza usted una serie de homenajes en la novela que hablan claramente de sus influencias. ¿Qué escritores lo han influenciado?
Creo que uno nunca es consciente de sus influencias. Ya sabes cómo es esto con los escritores: cuando les preguntan quién les influyó, siempre dicen “Dante”, “Homero”, “Shakespeare”… No hay que creernos tanto a los escritores cuando explicamos cuáles son los que más nos han influido. Pero debo decir que Faulkner nos enseñó a muchos de nosotros en América Latina a usar una familia como estructura de una narración, la potencia que tiene la sucesión de generaciones para contar una historia y a localizar la historia en un pueblo, ya que uno tiene una experiencia de relación entre los personajes que no es la misma que cuando se localiza una novela en una ciudad, porque los personajes en un pueblo se vuelven a encontrar de una manera inevitable; es común que a la mañana se encuentren en un bar y a media tarde vuelvan a encontrarse a la orilla del río. Mientras que en una ciudad la posibilidad de volver a ver a la gente es ínfima, suena como forzada.
En el caso de Tolstoi, yo diría, releyendo la frase, que “todas las novelas malas se parecen y cada novela buena es buena a su manera”. La gran enseñanza de Tolstoi es que no hay historia privada. Nos ha enseñado a trabajar más que con los hechos con el efecto de los hechos. A diferencia de lo que piensan algunos, que narrar es contar muchos hechos, Tolstoi enseña cómo los acontecimientos producen efectos. La novela no es el periodismo, cuenta el efecto de los hechos. Guerra y Paz es la historia del efecto que produce la entrada de Napoleón en Rusia. De todos modos, todo esto que estoy diciendo no tiene nada que ver con el valor de mi novela… No porque yo diga estas cosas, la novela es buena, sino que son las cosas que uno ha aprendido de los novelistas que admira.
Sus ficciones están siempre entrelazadas con la historia política argentina. Blanco nocturno transcurre en 1972 mientras se espera que vuelva el general Perón, Respiración artificial tiene desde un personaje que era espía de Juan Manuel de Rosas en el siglo XIX a otro que desaparece misteriosamente en clara alusión a los desaparecidos de la dictadura militar del general Videla. ¿Por qué cree que es tan importante la política en su obra y en la literatura latinoamericana en general?
Esto ocurre porque en América Latina la política influye mucho en la vida privada, no sólo de los escritores. Durante muchos años hemos tenido que vivir con la posibilidad del exilio, la persecución. De todos modos, hay maneras muy diferentes de abordar la política en una narración. Yo no cuento historias políticas, sino el modo en que la política influye en la vida privada de los individuos. En Blanco nocturno casi no se habla del regreso de Perón, y si se hace, es en broma, pero está muy presente. En la historia argentina ese año fue muy especial, todo el mundo miraba para arriba a ver si venían el avión con Perón dentro.
Sin embargo usted no es un escritor como fue Saramago, Benedetti o es Eduardo Galeano. No participa demasiado en el debate público, no se lo ve embanderado con causas del día a día. ¿A qué se debe esta posición de distancia y cercanía a la vez con la política?
Siempre traté de que mi intervención en la política tuviera que ver con la literatura, con la práctica. No me gustan los escritores que generalizan demasiado, que son opinadores profesionales —aclaro que no hablo ni de Saramago ni de Galeano—. Hay como una demanda a los escritores para que hablen de cosas que no son aquellas de las que podemos hablar con más propiedad. Así que he tratado de manejar el mundo de la política en el interior del campo en el que yo puedo intervenir con más precisión. No me gusta usufructuar el lugar que un escritor puede tener para andar diciendo por ahí cosas que no siempre podemos probar con nuestro conocimiento o nuestra experiencia. Tampoco me gustan los escritores que están siempre embanderados con algunas causas, porque a veces parece un efecto de marketing.