AU SABLE
Agosto, primera hora del atardecer. En la quietud de la casa en la zona residencial, sonó el teléfono. Mitchell dudó sólo un momento antes de levantar el auricular. Y allí estaba el primer tono discordante. La persona que llamaba era el suegro de Mitchell, Otto Behn. Hacía años que Otto no llamaba antes de que la tarifa telefónica reducida entrara en vigor a las once de la noche. Ni siquiera cuando hospitalizaron a Teresa, la esposa de Otto.
El segundo tono discordante. La voz.
-¿Mitch? ¡Hola! Soy yo, Otto.
La voz de Otto sonaba extrañamente aguda, ansiosa, como si se encontrara más lejos de lo habitual y estuviera preocupado por si Mitchell no podía oírle. Y parecía afable, incluso optimista, algo que por entonces le ocurría con poca frecuencia cuando hablaba por teléfono. Lizbeth, la hija de Otto, había llegado a temer sus llamadas a última hora de la noche: en cuanto contestabas el teléfono, Otto soltaba una de sus cantinelas, sus diatribas llenas de quejas, deliberadamente inexpresivas, divertidas, pero subrayadas con una cólera fría al antiguo estilo de Lenny Bruce, a quien Otto había admirado sobremanera a finales de los cincuenta. Ahora, con sus ochenta y tantos años, Otto se había convertido en un hombre enfadado: enfadado por el cáncer de su esposa, enfadado por su «enfermedad crónica», enfadado por sus vecinos de Forest Hills (niños ruidosos, perros que no paraban de ladrar, cortadoras de césped, soplahojas), enfadado por tener que esperar dos horas en «una cámara frigorífica» para su resonancia magnética más reciente, enfadado con los políticos, incluso con aquellos para los que había ayudado a solicitar el voto durante su época de euforia, cuando se jubiló de su puesto de maestro de secundaria quince años antes. Otto estaba enfadado por la vejez, pero ¿quién se lo iba a decir al pobre hombre? No sería su hija, y menos su yerno.
1 comentario:
Nojoda, este también llama la atención, es como para coger un carrito de supermercado y llevárselos todos. Brito
Publicar un comentario