En el comienzo de La dama del lago , Raymond Chandler escribe: "El Treloar Building se encontraba, y se encuentra aún hoy, en Olive Street, cerca de la Sexta, en el West Side. La acera de enfrente estaba hecha con bloques de goma blanca y negra. Ahora los estaban quitando para devolverlos a la municipalidad y un hombre pálido y sin sombrero, con una cara de custodio del edificio, miraba cómo trabajaban. Y tenía la mirada de alguien al que le estuvieran destrozando el corazón".
Los Ángeles como Utopía -veredas de goma- perennemente en peligro de ser desmontada y fundida y reconvertida en automóviles o pistolas. Si el puesto que espera de derecho a California en la historia estadounidense corresponde al de destino, al de meta -por lo tanto, a la vez, un fin-, es también el punto de llegada de un viaje de sueño, antes de hundirse en el abismo del Pacífico, donde los horizontes de gloria se convierten en horizontes de angustia. Y entonces Los Ángeles es un bluff , una propuesta que no se sostiene, un lugar construido tan velozmente que los nervios de todos están aún sacudidos por la aparición en escena de la ciudad y por la obligación de fingir que existe de verdad.
Noten la primera duda de Chandler -el Treloar "se encontraba y se encuentra aún hoy en Olive Street", ¿quizá sus lectores temían que el edificio se hubiera movido? Y ya que estamos, ¿quién es el hombre pálido y sin sombrero que observa los trabajos? Se lo describe tan sólo como alguien con una "cara" de portero, aunque no hay nada que le impida ser de verdad el portero del edificio. Y aún más importante, quizás es el hombre que describe a este hombre: el hombre que mira, la presencia Chandler-Marlowe que tiñe la escena con una sombra invisible en un modo omnipresente pero no revelado.
¿Por qué le interesan tanto el Treloar y la acera de goma? Difícil decirlo. En Chandler el estilo hard boiled se convierte sobre todo en un modo de observar, no muy diferente del de una máquina fotográfica.
La facilidad con la que Philip Marlowe cruza los límites, el pasaje constante de las escenas de amor a las de trompadas y a los homicidios que llenan los libros de Chandler lo asemejan a una máquina fotográfica. O a un fantasma. En sus misteriosas apariciones, Marlowe se convierte en una presencia cuyos movimientos, aunque momentáneamente sometidos al poder de los policías o de los deseos humanos, están en última instancia vinculados a aquéllos de un modo demasiado frágil, como si esos poderes fueran tan sólo breves contratiempos.
"Marlowe-un-delito-por-día" tiene siempre una cita que respetar, un cuarto o una calle que ocupar en su insomne catálogo de la fugacidad de los asuntos humanos. Y ya que así es Los Ángeles, esto que él observa en la luz enceguecedora, como de flash de magnesio, la luz alucinada y visionaria del sol, también es la falsa permanencia de los lugares que estas vidas humanas han terminado por ocupar y la falsa indiferencia de estos lugares por las catástrofes humanas representadas entre esos muros y esos límites.
Si la arquitectura es destino, entonces el de Marlowe es registrar el elenco de los destinos reflexivos de Los Ángeles. Las fatales, espléndidas ficciones de glamour y serenidad, las historias falsas que son reevocadas en los estúpidos cócteles.
Remover los esqueletos de los muertos y de los vivos, como ha hecho Catherine Corman en su catálogo tan evocativo de lugares hechizados, hace que el poder de observación de Chandler sea aún más urgente y terrible: esas calles, que, como estos edificios, han sido construidas para dar un orden a nuestras soledades, para evitar que se apilaran, insoportablemente, una sobre la otra, están haciendo de todo para olvidarnos.
¿Y, finalmente, qué es un fantasma?, ¿una especie de portero? Al menos hasta que esos lugares no sean desmontados y reciclados como automóviles y pistolas.
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