El escritor y periodista Juan Cruz publica Egos revueltos, una serie de memorias de aquellos escritores con los que ha tenido oportunidad de conocer. Anécdotas y secretos engalanan esta obra. Lo comenta Héctor Guyot para La nación:
Conoció a Camilo José Cela en marzo de 1972, cuando él era un periodista de poco más de veinte años y el autor de La familia de Pascual Duarte gravitaba como una figura de peso de la literatura española. El novel cronista acudió al aeropuerto de Tenerife junto con dos intelectuales de la isla a recibir al visitante ilustre, cuya presencia imponía un temor reverencial: "Tenía esa quijada poderosa de caballo manso, y la frente protuberante (como su barriga) avanzaba con la seguridad de un paquidermo que fuera el jefe de los de su especie". Era dueño de una voz bronca y fuerte. Pero de pronto, tras los saludos, se sintió desvalido y pidió un asiento. "Estoy jodido", dijo. Ya en el hotel, el médico diagnosticó fiebre y ordenó guardar cama. Suspendida la cena de bienvenida y amenazada la conferencia del día siguiente, acompañaron a Cela hasta su habitación y allí, como un niño, el escritor confesó que no podía estar solo. Los dos intelectuales miraron al joven periodista y uno de ellos dijo: "Juanito". De modo que Juan Cruz Ruiz cargó con la misión de acunar al novelista, que apenas ganó la posición horizontal ordenó: "Habla, no dejes de hablar, necesito que me hablen para poder dormir".
Después de rescatar su infancia, su juventud y su encuentro con el mundo en libros como Retrato de un hombre desnudo , Ojalá octubre y Muchas veces me pediste que te contara esos años , Juan Cruz propone ahora una memoria personal de la vida literaria en Egos revueltos , volumen que se alzó con el XXII Premio Comillas de la editorial Tusquets y que el mes que viene se distribuye en el país. Allí el escritor canario desanda el camino espiralado de sus recuerdos en una narración que desatiende la cronología para abandonarse a los flujos y reflujos de una memoria prodigiosa. Pero para recordar primero hay que haber vivido, y en su triple condición de periodista, escritor y editor (trabaja en el diario El País de Madrid desde su fundación en 1976 y fue director de la editorial Alfaguara entre 1992 y 1998), Juan Cruz parece el hombre indicado para fraguar este backstage literario que ofrece perfiles íntimos y reveladores de muchos de los grandes autores del último medio siglo. Testigo perfecto, siempre estaba ahí donde debía para contarlo luego. Por eso el libro es también, y sobre todo, el retrato de una devoción: la suya, que lo empujó desde muy joven al mundo de la escritura y los escritores, en el que supo ver, en medio de sus miserias y grandezas, con ojos compasivos pero nunca ingenuos, una danza de egos de todos los tamaños y colores.
Aquel ego en reposo del hombre que el periodista dejó dormido en el hotel Mencey de Tenerife, por ejemplo, iba camino a convertirse, a medida que se acercaba el Premio Nobel y crecía la fama, en el ego más "denso" de los que Juan Cruz habría de conocer jamás. Quince años después se dieron cita en un lujoso restaurante. Vestido con corbata y camisa roja a rayas, con "la altivez de un hombre que se sabe especialmente poderoso", Cela escuchó frente a unos mariscos una proposición del periodista, que entonces ya trabajaba en El País : el diario quería que el narrador viajara por las Cinco Villas de Aragón y lo contara en una serie que iba a ser publicada durante el verano. Algo habitual, invitar a los literatos a escribir en el periódico. Cela, sin embargo, planteó condiciones propias de un divo del canto lírico o de una estrella de rock, que pasó a enumerar sin demora: quería disponer de un auto Testarrosa, y las camas de los hoteles debían tener determinadas dimensiones; exigió, de paso, un trabajo en la Cadena Ser para Marina Castaño, entonces su ayudante y luego su esposa, que a la sazón estaba allí, compartiendo el almuerzo. No hubo crónicas, claro.
En el retrato que hace de Cela, Juan Cruz señala que el escritor podía ser generoso. "Ayudó siempre, hasta el final. Ayudó a Francisco Umbral a ganar el premio Cervantes; ayudó a José García Nieto a ganar el mismo premio; ayudó a gente a entrar en la Academia; y ayudó a que otra gente no entrara. Era, en ese sentido, como un campesino con poder, animado siempre a ofrecer a sus vecinos, y a sus fieles, el apoyo que le permitían sus contactos y sus influencias. Y estaba dispuesto, también, a pedir la destitución de aquellos que no le rindieran la pleitesía a la que su larga historia le hacía acreedor... Don Camilo era como una poderosa industria."
El Nobel que llegó por mar
Hubo otro futuro Nobel que llegó a Tenerife ante la mirada deslumbrada del joven Juan Cruz. Fue en 1970, y éste no vino por aire sino por mar, como corresponde a alguien que, al avistar desde la costa un tablón mecido por el oleaje, quizá resto de un naufragio, le dijo a su mujer: "Matilde, el océano le trae la mesa al poeta. Ve por ella". Era Pablo Neruda, que regresaba de Cannes a Chile para apoyar la campaña que llevaría a Salvador Allende al poder. Cuando un grupo de notables, entre los que estaba el joven periodista del diario local con su anotador en mano, lo invitó a bajar al puerto de la isla, Neruda se negó. ¿Acaso en España no gobernaba aún Franco, un dictador contra el cual él había luchado? Alguien le recordó que había bajado ya en Barcelona, para pasear por la ciudad junto con su amigo Gabriel García Márquez. Hubo un silencio, que otro aprovechó para decirle que abajo lo esperaban artistas republicanos. El poeta lo pensó. De pronto, le preguntó a Matilde Urrutia: "¿Tú crees que acá abajo habrá arepas?". Sólo la irrupción de ese antojo hizo que el vate descendiera por la escalerilla del Cristoforo Colombo del brazo de su mujer. Escoltado por la comitiva, se dirigió con su "sonrisa de perro tranquilo" hacia el bar Atlántico, donde comió sus arepas rodeado de escritores locales que siguieron solícitos el recitado de sus propios poemas, a los que Neruda ("acaso uno de los egos más grandiosos que dio la historia de la literatura que uno ha podido tocar") volvía cada vez que dejaba de ser el centro de atención. El episodio remite a aquella anécdota que tiene como protagonista a un celebrado escritor argentino: una noche en que compartía una cena con otros diez comensales, su esposa pasó bajo la mesa un papelito urgente donde había anotado: "Hace rato que no hablan de él y se está deprimiendo".
Entre los escritores, la comida y la bebida son cosa seria. Cuando Juan Cruz era ya editor, muchos años después, le tocó compartir un almuerzo en Isla Negra con Marcela Serrano, Arturo Pérez-Reverte y Carlos Ossa, un editor chileno. En busca de pescado fresco, habían dado con el único restaurante decente del lugar. Venían de visitar la casa de Neruda, donde habían visto aquel tablón legendario y los mascarones de proa que el mar le regalaba periódicamente al poeta. "¡Carlos, no hay limones!", gritó de pronto la Serrano, indignada y ante el estupor de todos. Y lo gritó dos veces. "Lo que había sucedido -cuenta Juan Cruz- fue que la novelista chilena le había preguntado en voz baja al camarero si había limones; ella no comería pescado sin limones, y en el mecanismo de relación entre su mente y la necesidad frustrada de los cítricos había un culpable claro, allí presente, el editor... Es muy serio contradecir a un escritor, sobre todo si se encuentra en un lugar propio y se siente defraudado."
No hay comentarios:
Publicar un comentario