Siempre leo a Patricio Pron en su blog. Me parece gracioso. Tiene algo de picardía en sus comentarios. Pero su último post ha dejado de serlo, en cierto modo. Y es que pertenecer a las ligas menores, como en mi caso, quizá en el suyo, es desconcertante y hasta maniaco depresivo. Aquí no diríamos ligas menores, sino inferiores. ¿Inferiores en calidad? No lo creo. Para llegar a ser un gran escritor no se necesita nada más que disciplina, un buen mojito, algo de suerte, y abrirle las piernas a una gran editorial. Dice Pron:
Al igual que el fútbol, la literatura también tiene ligas. Aquellos escritores que publican en sellos importantes y cuentan con el reconocimiento crítico, que es, honestamente, lo poco a lo que los escritores pueden aspirar, los escritores, digo, que acaparan las carteleras de los congresos y las portadas de los suplementos tienen su reverso en aquellos escritores que publican en sellos pequeños o minúsculos o se autoeditan, los que llevan blogs donde publican lo que escriben o derraman su muy comprensible rencor ante lo que consideran una burda jugada del destino en los blogs de otros a los que les ha ido mejor. Bien visto, los escritores que triunfan necesitan a aquellos que fracasan tanto como los que fracasan necesitan a los que triunfan: los primeros necesitan a los segundos porque su existencia conforma el fondo sobre el que ellos destacan, y los segundos necesitan a los primeros como némesis y en algunas ocasiones como modelo. En el último caso, los escritores de las ligas menores escogen a un escritor destacado y procuran, no digamos imitarlo, pero sí ponerse a su nivel: escriben y leen y van a cursos de escritura creativa cuya única finalidad real es que un escritor que no gana lo suficiente con sus libros esquilme a un pequeño grupo de ingenuos, ya que se puede enseñar a leer pero no a escribir; si son jóvenes, los escritores de las ligas menores creen tener el tiempo a su favor, y escriben y publican donde pueden y esperan que un día la suerte les sonría. Sin embargo, la suerte casi nunca sonríe al escritor de las ligas menores, y el tiempo pasa y el escritor de las ligas menores comienza a ponerse nervioso. En realidad, sucede lo mismo que en el fútbol: un jugador de dieciséis años que milite en un equipo de la segunda división aún puede albergar esperanzas de que algún equipo de la élite (no digamos uno de los grandes, pero sí algún recién ascendido o uno de los modestos históricos) o algún club de cualquier liga menor como la belga o la polaca repare en él (y si no siempre queda el fútbol chipriota); sin embargo, el tiempo pasa y el jugador de segunda división cumple los veinte y los veinticinco y cuando ya supera los treinta el sueño se desvanece y, en su lugar, irrumpe la cruel realidad de la decadencia física y los campos vacíos llenos de pedruscos. Algo similar ocurre con los escritores: el de dieciséis años tiene derecho a creer que está en camino, pero el de treinta o el de cuarenta ya sabe que el camino no conduce a ninguna parte o que ya ha concluido para él. Entonces pone un taller de escritura creativa y se convierte en lo que tanto odiaba. Es triste pero es así, pero detrás de esta situación, que hace infelices a tantas personas, se esconde principalmente un error de apreciación: al igual que en el fútbol, las ligas menores no tienen absolutamente ningún punto de contacto con las grandes ligas, pretender pasar de una a otra es como querer alcanzar la luna saltando en un pie. En su mayoría, los escritores reconocidos lo son independientemente de lo que escriben (para el caso, ni siquiera hace falta que escriban) y previamente a la aparición de cualquiera de sus libros; algo, simplemente, los convierte en escritores reconocidos, pero ese algo no tiene nada que ver con la literatura. Más bien tiene un rostro que asusta: el de un editor ambicioso, el de un padre escritor que deja a su hijo una reputación y buenos contactos, el del contable de alguna editorial, el del director de algún suplemento y, en última instancia, el de los miles de ingenuos que creen que vale la pena leer a un escritor porque ocupa la portada de una revista. Una vez más, es triste pero es así. Nos fascinan las historias de los escritores que, como Roberto Bolaño o Charles Bukowski, se convirtieron en escritores celebrados pese a tenerlo todo en contra, pero la razón por la que estas historias nos llaman la atención y nos dormimos escuchándolas en nuestra cabeza es porque sabemos que son absolutamente excepcionales: su triunfo está supeditado a la manifestación de una calidad literaria tan fuera de lo común, una calidad obtenida a fuerza de tanta perseverancia y tanto renunciamiento y esfuerzo, que, en el fondo, el escritor de las ligas menores sabe que nunca podrá comparárseles. Si el escritor de las ligas menores no es particularmente inteligente, el reconocimiento tácito de este hecho lo lleva a dejar de leer y, eventualmente, a dejar de escribir, y a pasarse las horas dejando comentarios soeces en las páginas web y en los blog de los escritores que en el fondo admira; si es inteligente, sin embargo, el escritor de las ligas menores se acepta y acepta su lugar en el mundo y disfruta de la escritura para sí mismo y para un pequeño círculo de amigos para los cuales el escritor de las ligas menores es un escritor imprescindible básicamente porque es una persona querida. Sin embargo, en el caso de que el escritor de las ligas menores, además de ser inteligente y justo, tenga dignidad (y esto pasa muy pocas veces), estas consideraciones no le afectan en absoluto: el escritor de las ligas menores se masajea las espinillas y sale a otro campo embarrado de provincias a romperse la cara en nombre de su profesión y, al hacerlo, es tan escritor como el de las grandes ligas.
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