Habla Pérez-Reverte, el gran narrador español, acerca de otro narrador ibérico: Juan Marsé. Aqui les dejo las impresiones de Reverte:
Hace unas semanas, como ustedes saben, Juan Marsé recibió el premio Cervantes. Zanjaba así la cultura española una deuda, largo tiempo aplazada, con uno de los dos clásicos de la Literatura que todavía nos quedan vivos -el otro es Miguel Delibes, y ya lo tenía-. No asistí al acto de Alcalá de Henares porque nunca lo hago. Allí no pinto nada, y me ahorro estrechar ciertas manos. Pero me gustó ver, en las fotos y el telediario, al viejo león, con su cara de boxeador curtido, peripuesto de chaqué, corbata, chaleco y pantalón rayado. En el discurso y las declaraciones, por supuesto, siguió fiel a sí mismo: independiente, bravo y un punto chuleta, sin cortarse un pelo ante los expertos en mamadas profesionales, los oportunistas y los cantamañanas de guardia. El indumento no hace al cortesano. Con premio Cervantes o sin él, Marsé sigue siendo Marsé. Por eso admiro y respeto tanto, además de por sus novelas inmensas, a ese duro cabrón.
Pero mi satisfacción tenía también otras causas. Por primera vez desde hace tiempo, el Cervantes se ha concedido de forma limpia, irreprochable y justa. Es una novedad como para tirar cohetes. Y eso hago hoy. Esto no quiere decir que todos los premiados en los últimos diez o quince años fuesen indignos de él. Ojo. Pero es cierto que esa distinción, la más alta de las letras hispanas, se había convertido, con irritante frecuencia, en instrumento de los sucesivos ministerios de Cultura y sus correspondientes Gobiernos -lo mismo del Pesoe que del Pepé- para otorgar mercedes según los intereses políticos de cada cual, amiguetes de presidentes incluidos, montando paripés y enjuagues descarados con candidatos que eran ganadores designados de antemano. La estructura del jurado, ocho de cuyos once miembros nombraba el Gobierno, daba a éste la decisión final. Así se explica que el nombre de Juan Marsé estuviera siempre entre los finalistas y no saliera nunca; que Francisco Umbral -como novelista era inexistente, pero como hombre de letras su magisterio fue indiscutible- tardase muchos años en conseguir el premio; que Javier Marías, otro eterno y más joven finalista, no lo tenga todavía, y que algunos nombres de escritores mediocres, más cercanos a la oportunidad política que al prestigio literario, figuren en la nómina de premiados junto a otros de prestigio incontestable.
Nada de esto lo sé de oídas. Hace algunos años, en un momento más ingenuo de mi vida, fui dos veces jurado del Cervantes. Las dos voté por Marsé. Las dos asistí, desconcertado e impotente, a manipulaciones vergonzosas y falsas deliberaciones sobre ganadores decididos de antemano. Y juré no volver más. De cualquier modo, conmigo o sin mí, todo habría seguido igual de no ser porque la Real Academia Española, que preside oficialmente el jurado y avala el premio con su prestigio a ambas orillas de la lengua española, se plantó la última vez, negándose a seguir dando cobertura a semejante golfería. El entonces ministro de Cultura, César Antonio Molina, estuvo de acuerdo; y uno de sus primeros y dignos actos administrativos fue modificar la composición del jurado del Cervantes, con objeto de que la elección fuese limpia y libre de sospecha. El resultado está a la vista: en la primera votación con jurado independiente salió elegido Marsé, que siempre caía en la final, a veces -no todas, insisto- ante nombres que no cito aquí, pero que no puedo evitar me den mucha risa. Tía Felisa.
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