Después de leer El testigo, que fue premio Herralde de novela, quedé enganchado con el mexicano, pero dejemos que sea el propio Villoro que nos cuente su nuevo libro:
Escribí los cuentos de La noche navegable de los 17 a los 22 años, sin plena conciencia de que estaba armando un libro. El hilo conductor eran los ritos de paso de la juventud. En una carta a un amigo, escribió el poeta Carlos Pellicer: "Tengo 23 años y creo que el mundo tiene mi misma edad". En cierta forma, mi libro participaba de esta idea.
Augusto Monterroso, mi maestro de taller, leyó el manuscrito y lo llevó a la editorial Joaquín Mortiz, fundada por Joaquín Díez Canedo, donde los tiempos de espera eran terribles. El libro que más tardó en ser publicado lleva un título profético. Los días de la paciencia, de Oscar Collazos, hizo ocho años de antesala. Monterroso llevó mi manuscrito en 1976. Don Joaquín lo aceptó entre carraspeos no muy entusiastas y bocanadas de humo de pipa. Publicó el libro en 1980.
Durante esos cuatro años, yo iba a la editorial a corregir mi texto.
Era como tener un caballo de carreras en el hipódromo, pero no salía de la caballeriza.
Díez Canedo odiaba vender; lo que le gustaba era publicar títulos distintos. En estos tiempos de mercado cuesta trabajo imaginar editores rabiosamente culturales. Tal era el signo de Don Joaquín. En una visita a la editorial, me llevó a la bodega y señaló unos inmensos rollos de papel: "¡Todo eso va a dar a Los periodistas!"", dijo, como si el triunfo de un libro fuera el fracaso de todos los demás. Finalmente, el 24 de octubre de 1980 la Ciudad de México se cimbró con un terremoto y Díez Canedo me habló por teléfono para decir: "a consecuencia del temblor, salió su libro". Para celebrar, me invitó a un restaurante español donde el menú incluía cinco platos.
Envalentonado por la comida, le pregunté si me pagaría algo. En ese momento entró un vendedor de billetes de lotería. Díez Canedo lo llamó y le compró uno. Me lo tendió con un gesto hosco: "Si usted busca dinero, con esto tiene más oportunidades de ganar que con lo que escribe". Hubo una presentación a la que no llegué. El miedo o el deseo de sabotaje me hicieron calcular mal el camino de penitencia al centro y me quedé atrapado en el tráfico. La noche navegable contó con el favor de la crítica, pero ningún comentario fue tan decisivo como el de mi primer editor: "a consecuencia del temblor, salió su libro".
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