Arcadia entrevistó a esta enigmática mujer, heroinómana de antaño y escritora del presente:
La primera vez que Ann Marlowe esnifó heroína, lo hizo sola en su apartamento neoyorquino del East Village. La tibia euforia y el confort controlado de la droga iniciaron un amorío que duraría siete años. Era el año 1988, la época en que trabajaba en una firma de banca de inversión privada, mientras pasaba sus noches en los bares del underground neoyorquino.
El repertorio de entonces consistía en esnifar, salir de noche, escribir hasta las cuatro de la madrugada y compartir su adicción con personajes díscolos, inmersos en el mundillo de lo cool, la velocidad de los automóviles, las drogas, el alcohol, el ruidoso rock n’roll y las mentiras. Todo aquello fue consignado en su libro de memorias, Cómo detener el tiempo: Heroína de la a la z (Anagrama).
Nacida en 1958, Marlowe fue criada en los suburbios, en un hogar judío donde la formación académica era prioritaria. Por ello, asistiría, como sus padres, a una universidad Ivy League (dentro de las cuales se encuentran Harvard, Yale y Princeton). Primero estudió Filosofía en Harvard, de donde se graduó Magna Cum Laude. Luego hizo un mba en finanzas en la Universidad de Columbia. Y en el otoño de 1980, aterrizó en el mundo de los trajes grises y las reuniones de los lunes a las ocho de la mañana.
El cuerpo sería, desde temprano, esencial en su temperamento. En los intersticios que dejaban las largas horas de Platón y griego, trotaba, jugaba tenis, tomaba clases de artes marciales. Incluso cuando ya era una adicta. Una mujer bien pagada, atlética, nocturna, que podía ser indulgente en Bergdorf’s (la tienda de lujo de Nieman Marcus en Nueva York) mientras asistía, noche tras noche, a los míticos bares como Max Fish. Epítomes del East Village, hervideros del rock subterráneo y puntos estratégicos para comprar droga. “Pienso que la adicción es una elección. Para mí, el catalizador, lo que me condujo a comprar heroína, sola, esa primera vez, fue la curiosidad y el hecho de que me había gustado el opio en uno de mis viajes a la India”, dice.
Cómo detener el tiempo es un catálogo alfabético de miniensayos que relatan su travesía por la adicción. En él rompe los mitos del “heroin chic”, relata con minuciosidad los estados de conocimiento a los que llega con la droga, el descenso del placer, las hinchazones en la piel, los estragos y las manías; cuenta cómo se compraba en las calles de Nueva York, analiza la cultura de la droga, emparentada con la dureza del rock y la oscuridad de lo gótico. Y toda la historia está cimentada sobre una de sus grandes obsesiones: el tiempo. “El libro es sobre la cotidianidad
—acerca de cómo seguimos viviendo—, cómo negociamos el hecho de que vamos tachando los días en un calendario descendente. La heroína es una manera de negociar eso”.
No es su relato un repetitivo resurgir del desastre ni la historia de una redención. De hecho, cuando el libro salió, Marlowe fue criticada: si la heroína no había arruinado su vida, si había sobrevivido e incluso triunfado financieramente, si no alcanzó los turbios terrenos de la prostitución, ni perdió la cordura, ¿qué la autorizaba a escribir sobre la adicción? Una facultad de autoobservación sin arrepentimiento. El relato está escrito desde el autocontrol. Si bien el affaire con la heroína duró casi una década, nunca llegó a inyectarse. Esnifaba por las noches en Max Fish, iba a ver o escribía sobre alguna banda de rock, trotaba cinco millas drogada y por las mañanas se vestía de Burberrys para trabajar en Wall Street.
Detrás de su autoproclamada “deliciosa decadencia”, su confesión no es inocente, ni se aferra a las motivaciones de la vulnerabilidad. Tampoco tiene el tufillo de glamour realzado por los mitos del rock, ni se trata de la famosa advertencia de Trainspotting; Marlowe transita un abismo que dibuja otra perspectiva. Para ella la adicción es el lugar donde están puestas las obsesiones.
Ser adicto es ser nostálgico, es lamentarse crónicamente por la “gloria irrecuperable de la primera vez”, es detener el paso del tiempo hacia el futuro, es temer y evadir la muerte y sobre todo: es un intenso amor por la experiencia predecible. Para darle sentido a la vida hay que perseguir una serie de cosas que la hagan maravillosa o terrible y en su relato, la heroína es un sustituto para esa búsqueda, una máscara para cubrir aquello que realmente falta. Es la manera de esquivar la introspección, de no tener que vérselas con el desastre.
El hilo de los extremos
Pasados los 30 años y viviendo en el Lower East Side, Marlowe comenzó a escribir crítica de rock. Su nombre comenzó a aparecer en The Village Voice, LA Weekly, Spin. ¿Y cómo termina una mujer de negocios, con formación en filosofía, inmersa en la cultura del rock emergente? “El rock es mucho más interesante que la banca de inversión, aunque la gente sea igual de egocéntrica y exasperante —revela sardónicamente—. Ahora estoy trabajando en un ensayo sobre los orígenes de la teoría de contrainsurgencia y un gran artículo que podría convertirse en la biografía de David Galula, el más talentoso de los teóricos en materia de contrainsurgencia. Comencé a interesarme en este tema cuando pasé tiempo con el ejército americano en Afganistán. Es un cambio drástico. Pero tal vez el hilo conductor sea una fascinación por los extremos. Claro que siempre sentí gran emoción por las historias que contaba mi padre acerca de sus días de soldado en la Segunda Guerra Mundial”.
En su segundo libro, El libro de los problemas: Un romance, Marlowe retoma el cauce de las memorias y la confesión. Solo que esta vez se trata de otro de los ejes de su vida: los amoríos. Es la historia de su romance con Amir, un hombre afgano diez años menor que ella, que desea un matrimonio arreglado con una virgen de 17 años y su encantamiento con el país. Antes de la guerra y de la fiebre norteamericana por aquella tierra, Marlowe alucinaba conocer Afganistán, desde sus escasos años como viajera universitaria. Desde el 2003, se obsesionó con el tema y publica constantemente para el New York Post y el Wall Street Journal.
Tener amores con hombres significativamente mayores o menores que ella fue siempre una constante en su vida. Aquí el tiempo vuelve a manifestarse como eje. Para ella, estos amoríos, con sus diferencias de edad, vuelven explícita la mortalidad y se convierten en una manera de exorcizar dramas edípicos o explorar lo que se quiere de la estructura familiar.
Pero su permanente autorreferencia le ha causado la acusación de pertenecer a los Me Books [Libros Yo] caracterizados por permanecer en los contornos de una subjetividad reductora. “No creo que mis libros sean un acto de narcisismo, claro que yo sería la última en darme cuenta, supongo. Para mí, se trata de vivir de acuerdo al credo de Montaigne, según el cual cada una de nuestras vidas tiene algo que enseñarles a los otros. Cada vida es una ‘vida ejemplar’, de algo. No los escribí porque soy tan especial, o porque mis experiencias sean inusuales, sino porque pienso que examinar incluso las más ordinarias experiencias puede ser iluminador”, argumenta.
Marlowe no se casó y nunca fue madre. Compraba heroína sola en las calles más calientes de Nueva York, ha sido una viajera temeraria y una atleta destacada. Pero, confiesa, nunca encontró al hombre correcto para la maternidad.
“Nunca me he identificado mucho como mujer, repetiría lo mismo que dice Lacan, que el inconsciente no sabe si es masculino o femenino. Y mis preocupaciones nunca han sido aquellas de la mayoría de las mujeres a las que conozco; las ideas y las actividades siempre han significado mucho más que las relaciones. Nunca he sentido una gran urgencia de estar en pareja, aunque sí me gustaría encontrar a mi alma gemela —un objetivo que queda mientras los años pasan. Mis necesidades psicológicas siempre fueron más ‘masculinas’. Nunca me he sentido vulnerable como mujer, pero muy ocasionalmente como una persona más pequeña— solo sabiendo que, de ser necesario, no podría darle una golpiza a alguien”.
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