14.9.09

El padre


Iván Thays.

Un cuento-crónica-ensayo-opinión-artículo del escritor peruano Iván Thays acerca de aquel hombre enigmático: el padre.
Mi padre está internado. Duerme. Ha tenido una isquemia cerebral y luego le han detectado un cáncer al colon que tuvieron que operar dos veces. Está internado en el Hospital del Empleado porque eso es lo que ha sido toda su vida, un empleado. Durante el evento Bogotá 39 nos preguntaron frecuentemente sobre nuestra relación con los autores del boom narrativo, nuestros padres literarios. Lo que opino de ellos es lo mismo que opino sobre mi padre: los admiro aunque sostuvieron ideas, escribieron libros y tuvieron preocupaciones que no comparto y que siento completamente ajenas e incluso envejecidas. Veo a mi padre vulnerable en esa cama de hospital y pienso en su vida. Y ahora que soy también padre no puedo dejar de pensar en lo complicado que debe haber sido para él, como ahora para mí, no sólo pagar cuentas sino compartir conmigo el amor, la educación, la enseñanza, el tiempo libre. Pienso en lo complicado que debe haber sido, también, escritor latinoamericano en una época en que ese artefacto no existía en el mundo. Mi padre me dejó una enseñanza de perseverancia; mis padres literarios también.

¿Qué me ha heredado mi padre? ¿Qué he heredado de los autores del boom? No un camino para transitar ni una alta vara de excelencia que debe ser superada, como podrían pensar algunos, sino la evidencia de que los compromisos se deben asumir, las batallas se deben pelear y que nada es fácil nunca, para nadie, en ninguna época, en ninguna parte. Antes de la enfermedad de mi padre, por coincidencia -aunque las coincidencias no existen- estuve leyendo libros sobre padres e hijos. El de Martin Amis y su padre, el de Philip Roth y su padre, el de Hanif Kureishi y su padre. También leí hace poco, por segunda vez, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince. A diferencia de los libros de Amis, de Kureishi o de Roth, en el de Abad no parece haber un arreglo de cuentas sino, al contrario, rendida admiración por aquel padre que le enseñó que la felicidad y el amor son no sólo ingredientes para una receta familiar sino una medicina social y preventiva contra la violencia. Sin embargo, incluso en ese relato tan entrañable de amor filial ocurre el parricidio inevitable: el hijo debe esperar la muerte del padre para entrar en su propia vida. Antes del asesinato del padre, el narrador se presenta como un joven fallido, incapaz de domesticar la velocidad de un auto o su propia vida de padre joven sin trabajo. Luego de la muerte y del exilio, el retorno a Colombia lo convierte en el escritor extraordinario que ahora es y que su padre supo prever.

El cuento más hermoso, más justo, que he leído sobre la relación padres e hijos es uno de Julio Ramón Ribeyro llamado Las botellas y los hombres. En él, un padre que abandonó a su hijo de pequeño va a buscarlo a su trabajo cuando éste es mayor. El hijo es ahora un joven casi adulto, dedicado a enseñar tenis en un club donde empezó como recogedor de pelotas extraviadas. A pesar de que aún guarda rencor por el padre ausente, y siente asco y lástima por las fachas de alcohólico y vagabundo del padre, decide invitarlo a beber unas copas con sus amigos y luego prestarle un poco de dinero. ¿Por qué lo llevó a ese bar? Quizá tenía la secreta intención de ver cómo su padre lo admiraba y lo necesitaba. Quizá sólo quería recuperar a su padre. Sin embargo, el hombre menoscabado que se le acercó tras las rejas del club una vez dentro del bar y movido por el alcohol asume su verdadera personalidad, aquella que la alejó de su familia. Ahora es un hombre agresivo, ingenioso, parlanchín, seguro de sí mismo, machista. Y en el colmo de su cinismo, olvidando que está siendo invitado por aquel hijo educado por la mujer que él abandonó, se atrevió incluso a ofender a la madre del muchacho. Eso colmó el vaso y los resentimientos salieron a flote. Luego de una discusión, decidieron terminar la pelea a golpes. Los dos caminan hacia un callejón detrás del bar, en silencio. Se internan en la oscuridad, se distancian, se quitan los sacos y muestran los puños. Ahí tenemos la imagen simbólica fotografiada: padre e hijo a punto de representar con los puños aquella pelea antiquísima, la pelea tribal por el poder. Sin embargo, el padre está tan borracho que ante el primer golpe tropieza y cae. No se levanta más. El hijo entonces hace algo admirable por su complejidad, por su dramatismo, por su capacidad de resumirlo todo en un gesto: al ver a su padre vencido finalmente, se saca un anillo de rubí y se lo pone en el dedo. Y para evitar que se lo roben, para cuidar la joya y cuidar a su padre, le da vuelta a la piedra.

Mi padre ha despertado, me mira con ojos húmedos e intenta hablar. Es el dolor de la enfermedad y, al mismo tiempo, está conmovido de verme al pie de su cama. Ambos sabemos que hemos peleado nuestras batallas muchas veces en aquel callejón oscuro y muchas veces ha sido él quien ha debido levantarme, aunque también he tenido mis triunfos. Discutir con mi padre o leer a los autores del boom con el rabillo del ojo, da lo mismo, son cosas normales, cosas de botellas y hombres diría Ribeyro. Pero ahora es diferente. Mi padre respira agitado, tiene miedo de morir. Entiende que ahora soy yo el que lo cuida, como antes era él quien velaba mi sueño de niño enfermizo. Los dos lo hemos comprendido. Sonríe y le sonrío. Es como dar vuelta a un anillo para esconder un rubí. O como leer a los 40 años una novela de Vargas Llosa, de Carlos Fuentes, de García Márquez o de Julio Cortázar con una nueva mirada. La mirada de la distancia, pero también del agradecimiento.

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