El nuevo libro de Alan Pauls, Historia del pelo, es la continuación de la trilogía que anunció hace ya varios años, la cual inauguró con Historia del llanto. Después de leer El pasado, no queda duda que el argentino tiene grandes historias para contar. Dice el libro:
No pasa día sin que piense en el pelo. Cortárselo mucho, poco, cortárselo rápido, dejárselo crecer, no cortárselo más, raparse, afeitarse la cabeza para siempre. No hay solución definitiva. Está condenado a ocuparse del asunto una y otra vez. Así, esclavo del pelo, quién sabe, hasta reventar. Pero incluso entonces. ¿O no ha leído que...? ¿No les crece el pelo también a...? ¿O eran las uñas?Una vez, en verano, escapando del calor -son las cuatro de la tarde, casi no hay gente en la calle-, se mete en una peluquería desierta. Le lavan el pelo. Está boca arriba, con la nuca apoyada en la canaleta de plástico. Aunque está incómodo y le duelen las cervicales, y lo inquieta un poco la desaprensión con que su garganta parece ofrecerse al tajo del primer degollador que le salga al cruce, el masaje de los dedos, la dulce nube de perfume vegetal que se desprende de su cabeza y la presión de los chorros de agua tibia lo embriagan, transportándolo de a poco hacia una especie de ensueño. No tarda en dormirse. Lo primero que ve cuando vuelve a abrir los ojos, tan cerca que lo ve fuera de foco, como pintado sobre una superficie de arenas movedizas, es la cara de la chica que le lava la cabeza inclinada sobre él, invertida, la frente de ella suspendida a la altura de su boca. ¿Qué está haciendo? ¿Lo huele? ¿Está por besarlo? Se queda quieto, vigilándola con sus ojos ciegos, hasta que la chica, después de unos segundos de concentración en que se priva hasta de respirar, intercepta con una uña larga y filosa el afluente descarriado de champú que estaba a punto de metérsele en un ojo. Recién despierto, no puede recordar, aunque lo intenta, cómo era en verdad esa cara diez minutos atrás, cuando acababa de entrar en la peluquería y la vio por primera vez y ella sin duda le salió al cruce para preguntarle: «¿Te vas a lavar?» Ahora la tiene tan cerca que sería incapaz de describirla. Podría enamorarse de ella. De hecho no sabe si no se ha enamorado ya, al abrir los ojos y descubrir su rostro casi pegado al suyo, gigantesco, un poco como le sucede en el cine cuando se queda unos segundos dormido y al despertar se rinde al hechizo, siempre infalible, de lo primero que ve en la pantalla.
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