Las interesantísimas reseñas de Rodrigo Fresán son quizá la mejor perspectiva para abordar un nuevo libro. Siempre lo he dicho. Ahora retrata la novela Verano, del celebrado J.M. Coetzee. La crítica es positiva, y para mí esto, en el surafricano, no es una sorpresa, y si lo dice Fresán...:
De lo único que puede acusarse al escritor sudafricano John Michael Coetzee es de hacer demasiadas cosas y de hacerlas todas bien. Veamos, leamos. Ha ganado, merecidamente, dos veces el Premio Booker. Ha ganado también, muy joven, un Nobel de esos que, raramente, nadie discute. Ha escrito con gracia y elegancia y furia y contundencia sobre conflictos raciales sin caer en la obviedad o el panfleto y superada la era del apartheid (que nutre a buena parte de su libros tempranos), ha sabido buscar y encontrar otros rumbos. Ha logrado procesar a su favor la clara influencia de dos maestros que parecen imposibles de manipular: Franz Kafka y Samuel Beckett. Ha conseguido combinar con éxito y originalidad una prosa limpia y seca con maniobras experimentales donde, por una vez, el experimento sale bien. Ha hecho suya la estampa de escritor global e intelectual de fuste sin haber caído en los abismos polémicos que marcan el rumbo de alguien como V. S. Naipaul, otro internacional con el que comparte más de un rasgo, pero nada de su ira y desplantes. Ha construido con sus ensayos una segunda casa desde la que enseña y comenta con generosidad e inteligencia el trabajo de los otros. ¿Quién da más?
Puestos a buscarle algún defecto, podría reprochársele a Coetzee su vocación de outsider, su parquedad en público, su timidez crónica, su cara de “no me molesten y no me miren fijo”, y el férreo control de su programa creativo. Para quienes consideren esto una falta imperdonable, aquí llega Verano: un libro inesperado pero inequívocamente marca Coetzee, que cuesta etiquetar, y que –como viene sucediendo desde esa perfectamente aceitada bisagra en su obra que fue Desgracia, donde la narración naturalista muta a otras formas– vuelve a sorprender como ya sorprendieron los recientes Elizabeth Costello o Diario de un mal año. Formato mixto. Ganas de confundir desde la claridad absoluta. Y, acaso, la regocijante y poco frecuente ocasión de contemplar a un maestro haciendo una magistral travesura.
Porque, en principio, podría pensarse que Verano se ubica como la siguiente estación de esa autobiografía en curso –Coetzee prefiere definirlas como “memorias ficcionalizadas”– que se inició con Infancia (concentrándose en su infancia rural en Karoo) y Juventud (su llegada al Londres de los primeros años 60): una nueva entrega en la historia de cómo se va formando un escritor mientras se deforma un ser humano.
Pero la cosa no es tan sencilla.
Porque Verano es memoir y novela de iniciación concentrándose en tres años –los que van de 1972 a 1975– en los que Coetzee siente por primera vez que comienza a hacer lo que corresponde como se debe y publica su primer título, Tierras de poniente. Pero, también, parece transmitir desde una dimensión alternativa que no es la nuestra. Y lo comprendemos enseguida: el Coetzee que aquí abre ofreciendo un tan revelador como esquivo cuaderno de notas ha muerto hace un tiempo y su sombra es perseguida e invocada por un académico inglés, un tal Vincent, que interroga a relaciones del desaparecido mientras intenta dilucidar cuál es el “Rosebud” del asunto.
Así conocemos a Julia (quien tuvo un affaire con Coetzee y pocas cosas buenas para decir sobre él), a Margot (sobrina a quien ya habíamos conocido en Juventud como Agnes), a Adriana (brasileña y profesora de danza cuya hija fue alumna de inglés del escritor, y quien tampoco recuerda con particular simpatía al fantasma, “un hombre bailando desnudo, que no sabía cómo bailar”), y a Martin y Sophie (poco amigables amigos en la universidad) que ofrecen para la posteridad de Coetzee cosas como “En general, yo diría que su obra carece de ambición. El control de los elementos es demasiado férreo. En ningún momento se tiene la sensación de un escritor que deforma su medio para decir lo que nunca se ha dicho antes, que, a mi modo de ver, es lo que distingue a la gran literatura. Demasiado frío, demasiado pulcro, diría yo. Demasiado fácil y falto de pasión. Eso es todo”.
Y, de acuerdo, Philip Roth ha hecho guiños similares a la hora de borrar límites entre creador y criatura, ego y alter ego, realidad y ficción (recordar, especialmente, La contravida) con la ayuda de su Nathan Zuckerman. Pero Coetzee no se conforma aquí con reeditar los movimientos del norteamericano y propone un libro de múltiples voces al servicio de una voz única que, acaso, apenas esconda, por una vez, la maliciosa astucia de quien decide decirlo primero antes de que lo digan los otros. De este manera, lo más interesante de Verano –su condición de backstage, la autobiografía de una autobiografía– es la forma en que Coetzee parece decirnos: “Así es cómo se mezclan y cocinan las biografías de escritores. He aquí los problemas y los peligros cuando se trata de iluminar una sombra”. Coetzee se autodestruye (hay momentos en los que consigue en el lector, en especial a lo que hace a su “autista” y schubertiana vida sexual y romántica, la más regocijante y perturbadora de las vergüenzas ajenas) anticipándose a la destrucción de los demás, mostrándoles el camino. Desvelando de antemano que es un mago que conoce el truco y, por lo tanto, anulando la sorpresa de la magia de los otros mientras quita el aliento con la propia. Coetzee –famoso por mostrarse poco y no dar entrevistas, desde siempre obsesionado por la figura del doble, basta con releer su discurso de aceptación del Nobel donde se refirió a sí mismo en tercera persona del singular– decide contarlo todo desde la ficción. De este modo acaba más y mejor escondido que nunca: el muerto sobreviviendo a los vivos.
Y de paso –mal que le pese a Sophie– consigue algo que es ambicioso, libre, transformador, caliente, limpiamente sucio, complejo y apasionado.
En resumen: gran literatura.
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