Hace un año y medio, en diciembre de 2007, la revista Time puso en portada la figura del mimo Marcel Marceau en evidente estado de consternación, y la acompañó de este titular: La muerte de la cultura francesa. El artículo central era obra de Don Morrison, periodista norteamericano, y eso lo cambiaba todo: si bien el género apocalíptico es practicado en Francia como en cualquier otro lugar, son los franceses quienes deben lamentarse de la decadencia de su cultura, y que lo haga un norteamericano es poco menos que escandaloso. En octubre del año pasado, después de varios meses de cuchillos y fusilamientos en letra de imprenta, el Magazine Littéraire publicó una lúcida conversación entre Morrison y Antoine Compagnon. Allí se discutían varias cosas y se llegaba -por fortuna- a pocas conclusiones; y se hablaba, sobre todo, de literatura. La muerte de la cultura francesa es en buena parte la muerte de la novela francesa, una especie de ritornello de la escena cultural que nos agobia cada cierto tiempo. Y que no es gratuito, todo hay que decirlo: con demasiada frecuencia los novelistas franceses se han desinteresado del mundo y se han dedicado a producir introspecciones más o menos narcisistas, nuevas perspectivas sobre el propio ombligo. Al mismo tiempo, la última década del siglo pasado se abría con Los campos del honor, de Jean Rouaud, y se cerraba con Méroé, de Olivier Rolin, dos grandísimas demostraciones de que para tener un pie en el mundo no hay que quitar el otro del estilo. Y uno piensa: no estarán solos, ¿verdad? Pues bien, una mirada al panorama actual del hexágono basta para notar que no, que no lo están. Un cierto tipo de novelista ha cobrado recientemente una renovada visibilidad. Y la novela francesa está más viva que nunca.
El síntoma más notorio es, desde luego, la concesión del Nobel a J. M. G. Le Clézio. Viajero impenitente, curioso desbordado y políglota de vocación, Le Clézio es todo lo opuesto del escritor ombliguista francés. Su última novela,
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