Hugo Caligaris recrea el mundo visto por Pamuk en su novela El museo de la inocencia, y nos habla de aquellas coincidencias del argumento y de nombre con la obra El museo de la novela eterna, de Macedonio Fernández:
Es bastante poco probable que el Premio Nobel turco Orhan Pamuk conozca el Museo de la Novela de la Eterna , que escribió su colega argentino Macedonio Fernández a finales de la década del 20 del siglo pasado. Allí decía Macedonio: "Mi novela tiene lo sagrado, la fascinación de ser el Dónde al que descenderá fresca la Amada, volviendo de una muerte que no le fue superior, que no necesitó Ella para purificarse y sí sólo para inquietar al amor, y por ello descenderá fresca de muerte, no resucitada, sino renacida, sonriente como partió y con apenas un solo ayer de su ausencia de años".
Hay otra coincidencia entre El Museo de la Inocencia y el de la Eterna, por cuyas habitaciones y galerías podrán seguir paseándose los lectores a lo largo del tiempo para comprobar la solidez corpórea de los grandes amores destinados a vivir para siempre: en ambas obras, ficción y realidad se entremezclan. El autor de la novela de Fernández no es Fernández, sino alguien a quien se presenta como "El autor" y con el que el Macedonio real mantiene cierta relación ambigua, así como el autor de El Museo de la Inocencia no es Pamuk, sino Kemal Basmaci, el empresario enamorado de la bella Füsun, que acude a su amigo el escritor Pamuk para que cuente, en primera persona del singular, su historia.
Hasta aquí, o poco más, llegan estas curiosas semejanzas, ya que la rarísima construcción de Macedonio Fernández deriva más adelante en una serie de ideas filosóficas muy particulares, un terreno en el que Pamuk casi no se mete. Pero el punto de partida tiene que ver con el mismo argumento poético: un texto de ficción puede ser también un espacio concreto, una casa con techo y paredes, un lugar abierto al público, alimentado con recuerdos y objetos, en el que vive una amada inmortal convertida por el empeño de su amante en idea.
Hay que apurarse a decir que el hilo de esta extensa novela de Pamuk puede seguirse linealmente, sin las dificultades que plantea su precedente macedoniano y sin siquiera la exigencia de las cuatro obras mayores del autor: Nieve , El libro negro , Me llamo Rojo y Estambul , con sus subtramas y relatos en yuxtaposición miliunanochesca.
Acá todo transcurre en un solo sentido, y no es, en el fondo, si se lo mira bien, más que una sencilla historia de amor que se acerca más de una vez al melodrama. Kemal, hijo de un empresario rico, está comprometido y a punto de casarse con Sibel, una joven hermosa y de "buena cuna", pero quizás un poco demasiado previsora. Por azar, se encuentra en una tienda, a la que ha ido a comprarle un regalo a su novia, con una prima lejana, de la rama pobre de la familia, Füsun. Se enamora de inmediato, vive con ella 44 días de intensa pasión, pero a pesar de todo no está dispuesto a romper su compromiso. Al comprobar que nunca dejará a Sibel, Füsun lo abandona. Entonces el amor que Kemal siente por ella se transforma en obsesión. Comienza a guardar cosas de todo tipo que ella ha tocado -desde colillas de cigarrillo hasta floreros- para sentir su olor: son las primeras piezas del Museo. Por fin, y cuando ya es muy tarde, deja a Sibel. Busca a Füsun. La encuentra. Pero ha pasado el tiempo y ella se ha casado. Él acepta el papel, un tanto humillante, de amigo de la pareja, y los visita asiduamente, durante años. Mientras tanto, sus dolores de amor no sólo no se extinguen, sino que aumentan. Apenas es capaz de mitigarlos de una manera: llevándose al pasar peinetas, lápices labiales, perritos de porcelana, botones y aros de la casa de Füsun para agrandar lo que ya se está convirtiendo en un templo personal.
Una palabra, "fetichismo", viene pronto a la mente. Pasan las páginas de a cientos pero no acaban las descripciones detalladísimas de cada nuevo hallazgo y cada nuevo encuentro. La afición de Pamuk por los bazares literarios, coloridos, superpoblados de bellísimas frases y de mágicos descubrimientos, halla en el tema de este libro una sustancia inmejorable para levantar vuelo. Pero con eso corre el riesgo de ser empalagoso a veces y de no retener la atención del lector. Una mayor concentración hubiera mejorado la novela, aunque no es poco en ella lo digno de recuerdo.
Mientras Kemal se consume y Füsun no hace más que dejarse adorar, por el costado de los 83 capítulos pasa la historia reciente de Turquía, parecida a la de la argentina de las décadas de 1960 y 1970 por sus frecuentes golpes militares. Aunque el ejército turco ha intervenido siempre (desde la instauración de la República en 1923, por Mustafá Kemal Atatürk) para asegurar la supremacía del orden laico por sobre el religioso, sus métodos (toques de queda, calles de Estambul tomadas por los tanques, censura de prensa) no fueron diferentes de los soportados tantas veces en Buenos Aires hasta diciembre de 1983. Hay una alusión a "las tumbas reales desaparecidas de la Argentina" que parece estrechar aún más el vínculo.
También son muy intensas las pinceladas con que Pamuk describe esa eterna tensión entre dos mundos, Oriente y Occidente, que se da en la cultura y en la gente de Estambul. La conducta amorosa que con tanto pormenor se refleja en el libro es un buen campo de observación de las tensiones provocadas por esa doble pertenencia. El liberalismo en lo sexual y las modas culturales, sociales y gastronómicas de inspiración europea chocan muchas veces en las páginas de El Museo de la Inocencia contra muy profundos prejuicios, que revelan a los que estamos de este lado del mundo aspectos para nosotros siempre misteriosos de la vida oriental.
Tal vez en estas delicadas descripciones -más que en la trama y en el golpe de efecto del capítulo final, "Felicidad", en el que Pamuk reasume plenamente su condición de autor y su voz- esté, al final de cuentas, lo más logrado y perdurable de El Museo de la Inocencia .
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