Conocí la obra de Juan Carlos Onetti a comienzos de la década de los noventa, atraído por las leyendas que circulaban sobre ese autor. Mis compañeros de la facultad de literatura contaban que Onetti era un ermitaño, que se negaba a dar conferencias, y que vivía tirado en una cama con una botella de whisky.El perfil del personaje resultaba exótico en cualquier caso, pero era especialmente inesperado en un escritor del boom latinoamericano. La mayoría de sus colegas vivían en olor de multitud, actuando en ocasiones más como políticos que como artistas. Mario Vargas Llosa había postulado a la presidencia del Perú. Gabriel García Márquez se había reunido con Fidel Castro y con Bill Clinton. Cortázar había defendido la revolución nicaragüense. Carlos Fuentes era México. Y en cambio Onetti, el mayor de todos, vivía metido en una cama aferrado a una botella de whisky.
Después averigüé que Onetti sí había sufrido una persecución política, pero gris, absurda y casi cómica: lo habían detenido por formar parte del jurado en un concurso de cuentos.
El cuento ganador se regodeaba en escenas sexuales que resultaron ser una referencia apenas velada a la homosexualidad de un miembro de la junta militar en el gobierno. En castigo, el autor del cuento y los miembros del jurado fueron detenidos por ofensas contra la dignidad de las fuerzas armadas. Durante los interrogatorios, un oficial inquisidor le preguntó a Onetti:
-¿Y usted qué tendencia política tiene?
-Ninguna, respondió el narrador.
-¿Pero por quién votó?
-Por nadie.
-¿Pero por quién habría votado?
-Nunca he votado.
-¡Ah! ¡Un anarquista!
Más aburrido que asustado, Onetti respondió:
-Y... Ponele anarquista si querés. ¿Puedo fumar?
Semanas después -siempre según las leyendas-, el escritor tuvo que ser evacuado a un hospital psiquiátrico debido al síndrome de abstinencia que le produjeron la falta de alcohol y tranquilizantes. Ahí terminó su gesta más heroica.
Recientemente, revisé la obra de Onetti para un encuentro sobre su obra organizado por la Casa de América, la Secretaría General Iberoamericana y la Fundación San Benito de Alcántara. Mientras leía, comprendí que el episodio de esa detención habría podido ocurrirle a cualquiera de sus personajes: quizá a Juntacadáveres, cuyo sueño dorado era regentar un prostíbulo de medio pelo. O a los protagonistas de El Astillero,Tierra de Nadie, que fantasean con huir a una isla que ni siquiera existe. Ninguno de ellos se enfrenta a grandes peripecias épicas, como los personajes de La guerra del fin del mundo. Ninguno es importante para la historia latinoamericana como El general en su laberinto. Sólo son gente ruin enfrentada a la mediocridad de la vida, como la mayoría de nosotros. Las novelas de Onetti serían graciosas si no exhalasen del deprimente humor de la mediocridad. que fingen mantener vivo su negocio mientras venden la maquinaria como chatarra. Incluso a los de
A eso se debe que Onetti sea el menos conocido de los narradores del boom. Este último mohicano del existencialismo no sólo desdeñaba la política, también le asqueaban el éxito, la fama o el glamour y sentía una genuina repugnancia por todo lo que apestase a figuración pública. En consecuencia, no se enfrentaba a diabólicos dictadores ni a intrépidos guerrilleros. Tal vez porque habitaba en Uruguay -uno de los países más prósperos, pacíficos e igualitarios de la región- sabía que en una democracia ejemplar también se puede ser infeliz.
Pero también por eso, y de manera involuntaria, Onetti se ha convertido en el autor más actual del boom. Hasta los años ochenta, durante el auge de la Revolución Cubana, la utopía real-maravillosa capitaneado por Gabriel García Márquez pasó como una apisonadora sobre las novelas latinoamericanas, llenándolas de mujeres con rabos de cerdo que salían volando por las ventanas. Tras la caída del muro de Berlín, el realismo urbano y frecuentemente violento de la literatura latinoamericana estaba teñido de Mario Vargas Llosa, cuyos personajes defienden su libertad ante los tiranos.
Pero veinte años después, ni un extremo ni otro del espectro ideológico producen grandes pasiones. La Revolución Cubana no ha mejorado la vida de la gente, y tras dos décadas sin dictadores en el resto de la región, la cantidad de pobres es la misma que antes. Los latinoamericanos votan democráticamente por gobernantes autoritarios -Chávez, Uribe, el PRI-. Y el fenómeno no es exclusivo de América Latina. A lo largo de la última década, en nombre de la democracia se invaden países como Irak y se toleran dictaduras como las de Libia, Egipto y Kazajistán.
Esa atmósfera de desencanto se ha reflejado en la literatura latinoamericana y europea. Dos de sus autores más destacados de los últimos años, Bolaño y Houellebecq, pertenecen a la generación que vio caer los grandes sueños de Allende y Mayo del 68, y su amargura recuerda a Onetti. Los poetas asesinos del chileno y los funcionarios onanistas del francés, los exiliados suicidas del primero y los turistas sexuales del segundo, podrían aparecer en cualquier novela de un novelista uruguayo que murió sin conocerlos.
Onetti no parece haber influido en estos autores. No es él quien logró que su obra perdurase a través del tiempo. Por el contrario, es el tiempo el que se convirtió en lo que sus novelas narraban. A lo largo del siglo XX, el planeta se dividía en dos grandes verdades. En el siglo XXI sabemos, como sabía Onetti desde antes, que las dos eran mentira.
Sin duda, es admirable ser a la vez el miembro más antiguo y más moderno del club más selecto de la novela latinoamericana. Pero sobre todo, es notable haberlo hecho desde una cama, con la única arma de una botella de whisky.
28.12.09
Roncagliolo habla sobre Onetti
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