No quería postear hoy, pero me encontré, y juro que fue por pura casualidad, con un pequeño avance de la novela El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, que publicó Tusquets la semana pasada. Solo a Murakami se le ocurriría comenzar una novela con un hombre atrapado en un ascensor.
El ascensor se elevaba con extrema lentitud. Vaya, debía de estar subiendo, imagino. No lo sabía a ciencia cierta. Porque ascendía tan despacio que yo había perdido el sentido de la dirección. Es posible que bajara y es posible, asimismo, que no se moviera en absoluto. Yo me había limitado a decidir arbitrariamente, haciéndome una composición de lugar, que el ascensor subía. Pero era una simple hipótesis. Sin fundamento. Tal vez hubiese ascendido hasta el duodécimo piso y bajado hasta el tercero, o quizá estuviera de regreso tras dar una vuelta alrededor de la Tierra. No lo sabía.
Aquel ascensor nada tenía que ver con la máquina barata y funcional, similar a un cubo de pozo evolucionado, que había en mi apartamento. Ambos aparatos eran tan distintos que costaba imaginar que se denominaran de igual modo y que tuvieran idéntica estructura y función. Porque los separaba una distancia tan grande que excedía mi comprensión.
En primer lugar, estaba su tamaño. El ascensor donde me hallaba era tan amplio que habría podido utilizarse como una oficina pequeña. Lo suficiente como para que sobrara espacio tras poner una mesa, una taquilla y un armario, e instalar, además, una pequeña cocina en su interior. Quizá incluso hubieran cabido tres camellos y una palmera de tamaño mediano. En segundo lugar, estaba la pulcritud. Se veía tan limpio como un ataúd nuevo. Tanto las paredes como el techo eran de un reluciente acero inoxidable, sin mácula, sin un resto de vaho que los empañara, y una tupida alfombra de color verde musgo cubría el suelo. En tercer lugar, era terriblemente silencioso. Cuando entré, las puertas se cerraron deslizándose sin hacer el menor ruido -literalmente, el menor ruido- y reinó un silencio absoluto. Tan denso que ni siquiera podía discernir si el ascensor estaba detenido o en marcha. Un río profundo que fluía en silencio.
Todavía más: estaba desprovisto de la mayoría de accesorios con los que suele contar un ascensor. Para empezar, faltaba el panel con botones e interruptores de diversa índole. No había ningún botón que indicara el número de la planta, ni el de abrir y cerrar las puertas, ni el dispositivo de parada de emergencia. Vamos, que no había nada de nada. Eso me hacía sentir tremendamente inseguro. yno sólo se trataba de los botones. Tampoco estaban los paneles luminosos que indican la planta, ni había información alguna sobre la capacidad del ascensor, ni las consabidas advertencias. Tampoco aparecía por ninguna parte la placa con el nombre del fabricante. Y a saber dónde se hallaba la salida de emergencia. Aquello era un verdadero ataúd. Por más vueltas que le daba, no entendía cómo había conseguido el permiso del Cuerpo de Bomberos. Porque también habrá algún reglamento para los ascensores, supongo.
Mientras mantenía la mirada clavada en aquellas cuatro insondables paredes de acero inoxidable, me acordé del gran mago Houdini, del que, de niño, había visto una película. Inmovilizado por vueltas y vueltas de cuerdas y cadenas, embutido en un enorme baúl rodeado, a su vez, de pesadas cadenas y cerrojos, Houdini era arrojado desde lo alto de las cataratas del Niágara o enterrado en los hielos del Mar del Norte. Tras aspirar una profunda bocanada de aire, intenté comparar con calma mi situación con la de Houdini. El hecho de que mi cuerpo estuviera libre de ataduras era una ventaja, pero mi desconocimiento de los trucos de magia no dejaba de jugar en mi contra.
Pensándolo bien, no sólo ignoraba los trucos, sino que ni siquiera sabía si el ascensor estaba en marcha o detenido. Me aventuré a carraspear. Pero el resultado fue algo peculiar. Mi carraspeo no sonó a carraspeo. únicamente se oyó un sonido sordo, extraño, como si hubiera lanzado un puñado de blanda arcilla contra una lisa pared de cemento. No podía creer, bajo ningún concepto, que ese sonido lo hubiera emitido yo. Por si acaso, carraspeé de nuevo, pero el resultado fue el mismo. Descorazonado, decidí dejar de carraspear.
Permanecí largo tiempo de pie, inmóvil, en la misma posición. Aguardé y aguardé, pero las puertas continuaron cerradas. El ascensor y yo permanecimos mudos, como si fuésemos una naturaleza muerta titulada El hombre y el ascensor. La inquietud fue apoderándose de mí.
Tal vez la máquina estuviese averiada o quizá el operario que la manejaba -en caso de que alguien desempeñara tal función- hubiese olvidado que yo estaba dentro de aquella caja. Me sucede a veces, que la gente se olvide de que existo. Pero, en ambos casos, el resultado no variaba: yo estaba encerrado en aquella caja hermética de acero inoxidable. Agucé el oído, pero ningún ruido me llegó. Probé a pegar la oreja a las paredes de acero inoxidable, pero seguí sin oír nada, como era previsible. únicamente dejé la impronta blanca de mi oreja sobre la superficie. [...]
Descorazonado, me recosté en la pared del ascensor y decidí matar el tiempo contando la calderilla que llevaba en los bolsillos. Claro que, por más que hable de matar el tiempo, para un hombre de mi profesión contar calderilla es un entrenamiento tan valioso como puede serlo para un boxeador profesional tener siempre una pelota de goma entre las manos. En sentido estricto, no se trata de matar el tiempo. Porque sólo mediante la reiteración de un acto es posible corregir la tendencia a la distribución desigual. En todo caso, procuro llevar siempre mucha calderilla en los bolsillos del pantalón. En el de la derecha meto las monedas de cien y de quinientos yenes; en el de la izquierda, las de cincuenta y de diez. Las de uno y cinco yenes las llevo en el bolsillo de la cintura, aunque tengo como norma no usarlas jamás en mis cálculos. Introduzco ambas manos en los bolsillos y, con la derecha, calculo la suma total de las monedas de 100 y de 500 yenes mientras, con la izquierda, cuento las de cincuenta y las de diez. n
Tal vez sea difícil de imaginar para quien nunca la haya realizado, pero esta operación aritmética, al principio, es harto complicada. Los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro efectúan un cálculo completamente distinto y, al final, las dos partes deben unirse como si fuera una sandía partida por la mitad. Si no estás acostumbrado, cuesta.
No sé con certeza si realmente utilizo los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro por separado o no. Un especialista en fisiología cerebral tal vez emplee otra terminología. Pero no soy experto en fisiología cerebral y lo cierto es que, mientras cuento, tengo la impresión de que estoy utilizando las dos partes por separado. También la fatiga que experimento al finalizar mis cálculos es intrínsecamente distinta al cansancio que siento al concluir un cálculo normal. Así que, de modo arbitrario, he decidido que me valgo del hemisferio derecho para calcular la suma del bolsillo derecho y del hemisferio izquierdo para la suma del bolsillo izquierdo. Me pregunto si no seré una de personas que conciben a su conveniencia los diversos fenómenos del mundo, las cosas y la existencia. No es porque posea un carácter acomodaticio -aunque reconozco que cierta tendencia al respecto sí la tengo, claro está-, sino porque múltiples ejemplos en este mundo me han demostrado que una aproximación ecléctica a las cosas nos acerca más a la comprensión de su esencia que una interpretación ortodoxa de las mismas. [ ]
En aquel instante llevaba en los bolsillos tres monedas de quinientos yenes, dieciocho de cien, siete de cincuenta y dieciséis de diez. Lo cual ascendía a un total de 3.810 yenes. Ese cálculo no requería esfuerzo alguno. Una operación aritmética de ese nivel es más sencilla que contar los dedos de la mano. Satisfecho, me recosté en la pared de acero y contemplé la puerta que tenía ante mis ojos. Seguía cerrada.
¿Por qué tardaba tanto en abrirse? No lograba entenderlo. Pensándolo con detenimiento, concluí que podía descartar la posibilidad de que estuviese averiado o de que el operario se hubiese distraído y olvidado de mí. Porque ambas carecían de verosimilitud. No es que no puedan producirse averías o distracciones, claro está. Muy al contrario, esos percances ocurren con frecuencia, estoy convencido. Lo que quiero decir es que, en esa realidad singular -me refiero, por supuesto, a ese estúpido y liso ascensor-, la falta de toda singularidad posiblemente deba ser eliminada de modo arbitrario como una paradójica singularidad. Alguien tan negligente como para descuidar el mantenimiento del ascensor, u olvidarse de efectuar las maniobras pertinentes una vez que un visitante montara en el mismo, ¿podría construir una máquina tan sofisticada y excéntrica como aquélla?
La respuesta, evidentemente, era "no".
[ ]
Recostado en la pared, hundí las manos en los bolsillos y empecé a contar de nuevo la calderilla. Había 3.750 yenes.
¿3.750 yenes?
Algo no cuadraba.
Sin duda había cometido algún error.
Noté cómo las palmas de las manos se me humedecían de sudor. En los tres últimos años, nunca había fallado al contar la calderilla de los bolsillos. Jamás. Se viera como se viera, era una mala señal. Tenía que recuperar el terreno perdido antes de que el mal presagio se materializara en algún desastre.
Cerré los ojos y, como quien limpia los cristales de las gafas, dejé en blanco los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. Después me saqué las manos de los bolsillos del pantalón, extendí las palmas, dejé que se secara el sudor. Llevé a cabo todos estos ritos preparatorios, similares a los de Henry Fonda antes de batirse en duelo en la película El hombre de las pistolas de oro. No es que tuvieran una gran importancia en sí mismos, pero es que a mí me gusta mucho esa película.
Tras comprobar que tenía las palmas de las manos completamente secas, volví a introducirlas en los bolsillos e inicié la operación por tercera vez. Sólo con que esta tercera suma coincidiera con una de las dos anteriores, el tema quedaría zanjado. Un error lo comete cualquiera. Me hallaba en una situación excepcional y estaba nervioso; también debía reconocer que había pecado de un exceso de confianza en mí mismo. Por eso había cometido un error de principiante. En todo caso -porque la salvación me llegaría por esa vía-, tenía que verificar la cifra correcta. Sin embargo, antes de que se me concediera la salvación, se abrieron las puertas del ascensor. Sin previo aviso y sin el menor ruido, ambas hojas se deslizaron suavemente hacia los lados.
Como la suma de la calderilla acaparaba toda mi atención, al principio no me di plena cuenta de que las puertas se abrían. O tal vez sería más exacto decir que, aunque vi que se abrían, de momento no alcancé a comprender su significado concreto. El hecho de que las puertas se hubieran abierto significaba que se habían acoplado de nuevo las dos porciones del tiempo a las que las puertas se habían sustraído, rompiendo la continuidad. Y, al mismo tiempo, quería decir que el ascensor había llegado a su destino.
Dejé de mover los dedos en los bolsillos para mirar al exterior. Más allá de la puerta había un pasillo y, en el pasillo, de pie, había una mujer. Una joven gorda con un traje chaqueta de color rosa y unos zapatos de tacón de color rosa. El traje era de buena hechura, de tela lisa y brillante. El rostro de la joven era tan liso como la tela. Tras lanzarme una mirada, supuestamente para verificar mi identidad, esbozó un gesto con la cabeza que parecía indicar: "Venga conmigo". Abandoné mis sumas, me saqué las manos de los bolsillos y salí del ascensor. En cuanto puse los pies fuera, las puertas, como si hubieran estado aguardando ese momento, se cerraron a mis espaldas.
En el pasillo, dirigí una mirada circular a mi alrededor, pero no hallé ni una sola pista que arrojara luz sobre la situación en la que me encontraba. Sólo saqué en claro que aquello era el pasillo del interior de un edificio, pero eso lo habría adivinado incluso un estudiante de primaria.
En todo caso, era el interior de un edificio con una falta de personalidad sorprendente. Los materiales empleados, al que igual que sucedía con el ascensor, eran de alta calidad, pero sin peculiaridad alguna. El suelo era de un mármol reluciente, pulido con esmero; las paredes, de un color blanco amarillento parecido al de los bollos que tomaba todas las mañanas para desayunar. A ambos lados del corredor se sucedían recias y pesadas puertas de madera, cada una con una placa de metal con un número, pero la numeración no poseía ninguna lógica. Al lado del "936" estaba el "1213"; a éste lo sucedía el "26". Jamás había visto un alineación tan disparatada. Allí había algo que no marchaba bien.
La joven apenas abrió la boca. Se dirigió a mí y me indicó: "Por aquí, por favor", pero se limitó a mover los labios, sin que emitir sonido alguno. Antes de dedicarme a ese trabajo, yo había asistido durante dos meses a un cursillo de lectura de labios, por eso entendí lo que me había dicho. Al principio creí que algo malo les ocurría a mis oídos. El ascensor no producía ruido, los carraspeos y silbidos no resonaban con normalidad: yo había acabado dudando de mi capacidad auditiva.
Probé a carraspear. El sonido del carraspeo era aún un poco sordo, pero mucho más normal que cuando había carraspeado en el ascensor. Suspiré de alivio y recobré cierta confianza en mis oídos. "¡Uf! No es que oiga mal. Mis oídos están bien. El problema está en su boca."
Caminé detrás de la joven. "¡Tac, tac, tac!" Los afilados tacones de sus zapatos resonaban por el pasillo desierto con un martilleo de cantera a primera hora de la tarde. Sus pantorrillas, enfundadas en medias, se reflejaban con nitidez en el mármol.
Estaba muy rolliza. Era joven y hermosa, pero estaba entrada en carnes. Era curioso que una muchacha guapa estuviera tan gorda. Mientras la seguía, no aparté los ojos de su cuello, de sus brazos, de sus piernas. Su cuerpo era tan rechoncho como un montón de silenciosa nieve caída a lo largo de la noche.
Siempre me siento algo turbado en presencia de una joven hermosa y gorda. Ni siquiera yo sé la razón. Tal vez sea porque aflora espontáneamente a mi mente la imagen de sus hábitos alimenticios. Al mirar a una mujer gorda, a mi cabeza acuden de manera automática escenas donde mordisquea los crujientes berros de guarnición que le quedan en el plato o rebaña con pan, con gesto glotón, hasta la última gota de crema de leche. No puedo evitarlo. Y cuando eso ocurre, la escena de la comida va ocupando toda mi mente, igual que un ácido corroe el metal, hasta impedirle efectuar cualquier otra función.
Si la mujer sólo está gorda, aún. Una mujer que sólo sea obesa es como una nube en el cielo. Se limita a permanecer allí, flotando, y me deja indiferente. Pero cuando la mujer es joven, hermosa y gorda, la cosa cambia. Me siento impelido a adoptar cierta actitud hacia ella. Vamos, que es posible que acabe acostándome con la chica. Y yo diría que ahí reside la causa de mi turbación. Porque no es fácil acostarse con una mujer cuando tu cabeza no funciona con normalidad. Eso no quiere decir que aborrezca a las gordas. Una cosa es turbarse y otra muy distinta aborrecer. Hasta el momento, me he acostado con algunas mujeres gordas, jóvenes y hermosas, y la experiencia, en términos generales, no ha sido mala. Bien conducida, la turbación puede dar unos hermosos frutos que de ordinario jamás se obtendrían. También puede salir mal, claro está. El acto sexual es algo muy delicado, una cosa muy distinta a acercarse un domingo a unos grandes almacenes a comprar un termo. Incluso entre mujeres jóvenes, hermosas y gordas por igual, existen diferencias en cuanto al tipo de obesidad, y a mí hay un tipo de grasas que me lleva por el buen camino y otro que me sume en una ligera confusión.
En este sentido, acostarme con una mujer obesa es, para mí, un desafío. Porque las maneras de engordar de las personas, al igual que las de morir, son innumerables.
Reflexioné sobre eso mientras recorría el pasillo detrás de aquella mujer joven, hermosa y gorda. Llevaba un pañuelo blanco alrededor del cuello de su elegante traje chaqueta de color rosa. En los lóbulos regordetes de las orejas lucía unos pendientes rectangulares de oro que despedían destellos, como señales luminosas, a cada paso que daba. En conjunto, para lo gorda que estaba, sus andares eran muy ágiles. Tal vez llevara una recia ropa interior que le marcara las líneas y la favoreciera, pero, aunque así fuera, el contoneo de sus caderas me atraía. Me gustó. Aquella gordura era de mi agrado.
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