4.10.10

Seis meses con el salario mínimo


Andrés, en su época de bodeguero...


El apreciado Andrés Felipe Solano me ha autorizado colgar aquí, en TierraLiteraria, su crónica más reconocida: Seis meses con el salario mínimo, que mereció en su momento todos los elogios, al punto de ser finalista en la categoría texto del Premio Fórum 2007. Todo ello recordando su inclusión en la Revista literaria más importante del mundo: GRANTA, y siendo el único colombiano en la lista. Un abrazo Andrés.


Capítulo I

1. Al partir en este viaje, mis votos son los de un monje: pobreza y castidad. He decidido vivir seis meses en Medellín con el salario mínimo y no sé cuál será mi casa, si tendré amigos, si un día me acostaré con una mujer. Mis únicas certezas son un número de teléfono y un puesto como bodeguero, que he conseguido a través de un conocido en una empresa de confección infantil llamada Tutto Colore. Repito el nombre en voz alta y con un falso acento italiano: Tu-tto Co-lo-re, una ironía si pienso en la monocromática vida que me espera como operario de una fábrica. Además de mi ropa, en la maleta llevo varios tubos de crema dental y pastillas de jabón, tres desodorantes y dos cepillos de dientes. Es la única trampa que voy a hacer. Los artículos de aseo son lo más costoso de la canasta familiar: en ellos me he gastado unos setenta mil pesos, casi una sexta parte de lo que voy a ganar al mes. En la billetera tengo un calendario de bolsillo para tachar los días en que viviré como un honesto impostor: serán seis meses de ser lo que no soy y de saber lo que puedo llegar a ser.

Ya llevo un día en Medellín. Sentado en un bar del centro de la ciudad, recorro los clasificados del diario El Colombiano para buscar una pieza donde dormir. He encerrado en un círculo unas cuantas habitaciones en lugares que reconozco por libros y guías que leí antes de venir aquí. El clima primaveral que anuncian los folletos es mentira: un termómetro en la pared marca 32 grados, pero estoy contento de no tener que llevar puesta una chaqueta. Podrá sonar ingenuo, pero elegí Medellín porque creo que pasar necesidades en un clima más amable será menos complicado. Siempre he querido vivir en Buenos Aires y quizás ahora mi sueño por fin se cumpla: hay algunas pensiones para hombres solteros situadas en el barrio que lleva por nombre la capital de Argentina. Elijo otro par en Aranjuez y Manrique, unos barrios obreros fundados en la primera mitad del siglo pasado, esa etapa de esplendor de la industria textil. Es como si tirara los dados sobre el periódico.

No sé qué resultará de mi elección. Pero el dinero manda y mi criterio es simple: ganaré 484.500 pesos, incluido el subsidio de transporte, así que según mis cuentas no puedo gastar más de 150.000 por mes en el arriendo. El resto de mi sueldo lo destinaré para los buses y la comida. ¿Me sobrará dinero? ¿Unos 120.000 pesos para darme gustos los fines de semana? Algún helado, las cervezas, una película, una discoteca, la vida. El lujo de ser un soltero sin hijos que gana el sueldo mínimo y no tiene la obligación de enviarle dinero a su madre.

No sobran posibilidades para elegir un cuarto barato en Medellín. Estuve muy cerca de mudarme a una habitación de siete metros cuadrados y paredes descascaradas en el barrio Manrique Central. Tenía una cocineta a medio terminar y un baño sin cortina. El antiguo inquilino se había llevado los bombillos, pero en retribución dejó una revista pornográfica y una olla ahumada. Al frente del cuarto, en un patio interior, quedaba un lavadero de cemento donde los habitantes de la pensión, hombres solos, refregaban su ropa sucia y la colgaban en un alambre retorcido. Sobre el patio daba sombra un bonito samán, muy viejo, a juzgar por las enredaderas que lo cubrían. El árbol fue lo único que no encontré amenazador. El hombre que me mostró el cuarto, un tipo flaco que me recibió en chancletas y sin camisa, me dijo que el teléfono público del pasillo no servía porque lo dañaron al querer sacarle las monedas: “Es que la gente no respeta. No vaya a dejar la ropa colgada durante la noche. De pronto no la encuentra al otro día”, insistió.

No me ilusionaba tener que golpear puerta por puerta preguntando por mis calzoncillos. Su sinceridad bastó para que me decidiera a usar el número telefónico que tenía anotado en un papel. Me lo había dado un periodista al que le había contado sobre esta mudanza. Llamé y así fue como apareció en mi vida una mujer que trabajaba en la alcaldía de Envigado. En menos de dos horas me consiguió una habitación en la casa de su mejor amiga, en el barrio Santa Inés, al nororiente de la ciudad. Hasta el 2000, la comuna tres, donde me quedaría, había concentrado la mayoría de bandas de Medellín en su etapa más sangrienta, entre ellas La Terraza, que llegó a dar empleo a unos tres mil sicarios. No sé muy bien por qué, pero algo me decía que ahí, en ese barrio popular que fue campo de guerra, encontraría lo que estaba buscando. Sin pensarlo dos veces, al día siguiente me mudé a ese lugar.

2. He empezado a vivir con tres desconocidos en una casa donde las habitaciones no tienen puerta. Un velo de tela separa mi cuarto del comedor y de una cocina que me tiene deslumbrado: es de metal, vidrio y madera y parece que la hubieran arrancado de un apartamento de estrato seis para empotrarla en un lugar, que, según un recibo de servicios públicos que vi sobre la nevera, es del estrato dos. Pregunté cuánto había costado y uno de los aún desconocidos, una mujer de un metro cincuenta y hablar dulce, me dijo que dos millones de pesos. Los cuartos de la casa no tienen puertas, pero los Carrasquilla, mis anfitriones, poseen una de las cocinas más caras de este barrio que lleva el nombre de una santa.

Hay que reparar en los nombres, a veces el secreto está en ellos. ¿Quien bautizó el barrio sabía acaso que la santa había sido mártir? Dicen que Inés fue juzgada por rechazar un pretendiente noble y sentenciada a vivir en un prostíbulo, donde permaneció virgen gracias a varios milagros. De acuerdo con las Actas de su martirio, aunque fue expuesta desnuda, los cabellos le crecían de manera que tapaban su cuerpo. El único hombre que intentó desvirgarla quedó ciego. Pero Santa Inés lo curó a través de sus plegarias. Luego fue condenada a muerte y decapitada.

La primera noche pegué un mapa de Medellín en una de las paredes de mi cuarto. Antes había revisado allí cómo funcionaba un televisor de perilla y verificado la dureza de mi cama. Ambas cosas iban a ser definitivas en mi nueva vida. Lugares comunes como un televisor y una cama entrañan verdades más profundas de las que uno solo se entera por el paso del tiempo y la experiencia. Lo confirmaría días después cuando sintiera qué significaba trabajar diez horas al día en una fábrica de ropa. Quién sabe si, cuando vuelva a esa casa, mi único deseo será desparramarme en el colchón para ver un programa de televisión sobre casas de campo en Gales.

Don Guillermo Carrasquilla, el dueño de casa, había fabricado el clóset de madera donde colgué las cuatro camisas y los tres pantalones que había traído desde Bogotá. Esa primera noche acomodé en un rincón mis dos pares de zapatos y unas chanclas y me senté por unos minutos en la cama a ver el punto exacto del mapa donde estaba mi nueva casa. Lo había señalado con una estrella mientras doña Lucero Carrasquilla, esa mujer de hablar dulce que es la esposa de don Guillermo, me preguntaba si tenía algún gusto culinario especial. “Fríjoles, me gustan los fríjoles”, le respondí sonriente. No esperaba que alguien se preocupara a tal punto por mi comida.

De un modo extraño, mi cuarto se ha vuelto una mala clase de geografía. El mapa sobre la pared muestra los casi 250 barrios urbanos oficiales que tiene la ciudad. Por sus nombres puedo decir que me agradan Moscú No 2, La Frontera, La Avanzada, Caribe, La Pilarica, La Mansión, Ferrini, Castropol y El Corazón. Según los cartógrafos, la ciudad se acaba unas veinte cuadras al oriente de donde estoy. Más allá aparece una gran superficie verde, el pico de la montaña sobre la que fue construida Santa Inés durante los años setenta, justo cuando un código de construcción decretó la discriminación social en la ciudad. Así, El Poblado, el barrio donde terminaron asentándose los adinerados de Medellín, sería una zona residencial de baja densidad, con lotes por vivienda de 1.200 metros cuadrados; mientras que aquí, en el nororiente, las casas tendrían solo 90 metros. He subido a la terraza de esta casa que alguna vez tuvo las paredes de ladrillo desnudo y el piso de cemento —la de enfrente todavía los tiene— para comprobar si el verde del mapa existe a la vista, pero desde allí no se ve. O está muy lejos. Antes se divisa una hilera de ranchos fabricados en madera y zinc, como los quince que este año fueron sepultados por un alud de tierra a causa del invierno. En realidad pudieron haber sido treinta mil las viviendas destruidas, que es el número de casas ubicadas en zonas de alto riesgo de deslizamiento en Medellín y que, por supuesto, no aparecen en mi mapa.

Al regresar de la terraza, decepcionado de las discrepancias entre los cartógrafos y la realidad, paso a la lección de matemáticas. Hago cuentas en la calculadora de mi teléfono, un celular prepago que traje para que me pueda encontrar mi familia. Estoy acostado sobre mi nueva cama, en la que mis pies sobresalen unos cinco centímetros. Por la pieza acordé pagar 250.000 pesos, unos 100 más de lo presupuestado en un principio. Pero este precio incluye tres comidas diarias y la lavada y planchada de la ropa. En verdad es una ganga. Debo tomar cuatro buses al día para ir y volver del trabajo, a 1.100 pesos cada uno, lo que significa que me gastaré 88.000 pesos en transporte. Tendría que vivir más cerca de la fábrica para tomar solo un bus, pero ya es muy tarde para esta clase de contemplaciones. Los descuentos de mi salario por salud serán de 8.674 pesos y por pensión 8.414. Dios, los números me desesperan. Siempre he preferido las letras. Empiezo a pulsar las diminutas teclas de mi teléfono con temblor. Si quito todo eso de los 484.500 que tengo derecho por trabajar casi cincuenta horas a la semana, me sobran 129.412 pesos. Mi cálculo inicial no estaba tan lejano. Y ahora, la gran división, el conejo que sale del sombrero: al día tendría libres 4.313 pesos. Pienso entonces en la templanza, en los espartanos, en los estoicos.

Los Carrasquilla, esos tres desconocidos a quienes he invadido en su casa, se corresponden como las piezas de un rompecabezas. Son una pareja de esposos, él de cincuenta y pocos; ella de cuarenta y tantos, más segunda hija, una veinteañera pelirroja y de andar huracanado. En la sala de su casa hay una mesita con fotos de la familia. En uno de los retratos, ya descolorido, don Guillermo Carrasquilla lleva una melena y unos pantalones de bota ancha que nunca habría adivinado en él. Un domingo, cuando lo saludé por primera vez, me intimidó su pinta de cantante de boleros: ese bigote recortado, su corte de pelo y peinado perfectos, el aplomo de quien va a recitar una copla o a dar un discurso fúnebre, y esas manos endurecidas de maestro albañil. A su lado, en aquella fotografía, Lucero Carrasquilla llevaba un vestido de flores y tacones altos. Aún así le llegaba al hombro a su marido. En otra foto, aparecen sus tres nietos en la piscina que les infla el abuelo durante los días de sol para jugar en la terraza. Ese altar familiar lo acaban de componer unos retratos en blanco y negro de familiares muertos y, en el centro, en un marco dorado, varias veces más grande que los demás, sonríe Astrid Carrasquilla el día en que cumplió los quince años. De Farley y Lili, sus otros dos hijos, no hay ningún recuerdo sobre esa mesa de centro.

Tres noches después de mi mudanza, doña Lucero Carrasquilla dejó de ser una extraña para mí. Antes de irse a dormir descorrió el velo de mi cuarto y se despidió con una frase que me acompañaría el resto de mis días en esta casa. “Mi niño, que la virgen me lo bendiga”. De su hija menor me hice amigo desde el primer fin de semana. Sentados sobre la cama de su cuarto, ante su diploma de la Universidad de Antioquia y una colección de collares que alimentan su vanidad, Astrid me invitó a beber una botella de tequila. Se había graduado de comunicadora social gracias a una beca. Siete tragos después, hizo sonar en el computador una veintena de canciones de salsa que jamás había oído. Mi nueva amiga cantó una a una las canciones, paladeando un despecho amoroso que la envolvía por esos días y yo la acompañé en los coros. Fue ella quien me hizo adicto a Latina Stereo, esa emisora de salsa de Medellín que transmite las 24 horas y que me acompañaría en mi cuarto cada domingo. A don Guillermo Carrasquilla me tomó más tiempo conocerlo. El señor con pinta de cantante de boleros se ausentaba con frecuencia de la casa. A menudo, le encargaban remodelar fincas en pueblos de las afueras de Medellín, como Santa Fe de Antioquia, La Ceja y Guatapé. A veces, el maestro de obra estaba hasta una semana fuera. Pero estoy seguro de que fue él quien puso una foto mía en la mesita de la sala al mes de haberme recibido en su hogar.

3. Dos meses después, ya no me siento más un intruso en el barrio ni un incómodo forastero. Lo supe cuando el Tigrillo, un hombre joven en el que no riñen unas gafas de varias dioptrías y unos tenis de jugador de básquet profesional, y que cada día empieza su jornada con un tinto y un cigarrito de marihuana, me apretó la mano con firmeza un lunes a las 6:05 de la mañana. A esa hora, a dos cuadras de mi casa, tomo el taxi colectivo que me llevará al centro de Medellín. Todos los días me bajo en el parque San Antonio y hago fila en un paradero para subir al bus que me conducirá a Guayabal, la zona donde queda mi fábrica. Suelo marcar mi tarjeta a las 6:45 a.m. Recién cuando había cumplido dos meses con la misma rutina de irme a trabajar, me saludó con un firme apretón de manos un personaje del barrio famoso por repartir orden y justicia: cada mañana, el Tigrillo organiza con disciplina marcial la fila para tomar un taxi colectivo que está prohibido por el código de tránsito de la ciudad. En él se suben cuatro personas por turno. Es más rápido que el bus pero vale doscientos pesos más que él y, a esa hora, corro el riesgo de llegar tarde y que me descuenten.

Debo cuidar cada peso de mi quincena. No había calculado en mis cuentas del principio esos doscientos pesos extras. Son cuatro mil pesos con los que ya no cuento. Cuatro mil pesos = tres cervezas y un paquete de cigarrillos menos. En las noches, después de que doña Lucero Carrasquilla me sirve la comida, suelo subir a la terraza a fumar. Fumo a solas mis Soberanos, a manera de oración. Son unos cigarrillos nacionales con olor a vainilla que se consiguen en una cigarrería del parque Bolívar, en pleno centro de Medellín. En diagonal a la cigarrería está La Góndola, el restaurante más barato de la ciudad. Un almuerzo con sopa, un plato de fríjoles con carne, pollo o cerdo y mazamorra vale allí 2.600 pesos, lo que cuesta un pastel de pollo y una gaseosa en cualquier otra parte. Si no me hubiera mudado a casa de los Carrasquilla, los fines de semana los pasaría en La Góndola, llenándome la panza con sopa de pasta y arroz.

Luego de esa bienvenida oficial del Tigrillo, sentí más confianza y empecé a caminar con soltura por las calles de Santa Inés, un barrio en el que a mediados de la década de los noventa las bandas habían decretado un toque de queda a las seis de la tarde. Quien se decidía a violarlo era porque no estaba contento con su vida. Una década después, no tengo que temer por la mía. Puedo ir en paz a comprar una bolsa de crispetas con caramelo en la tienda de la esquina o bajar tres cuadras hasta la cancha de fútbol del barrio a ver la clase de aeróbicos de los miércoles. Esa es una de mis nuevas alegrías. Ver a las vecinas hacer complicadas coreografías al ritmo de Madonna.

4. Una mañana, tres meses después de mi llegada, doña Lucero Carrasquilla me pide que la acompañe a buscar el chicharrón para el almuerzo. Hoy no es un día cualquiera: es un domingo de clásico futbolero entre el Atlético y el Deportivo Independiente de Medellín. Desde las escaleras de la casa alcanzo a ver una camioneta con vidrios oscuros y una bandera del Independiente amarrada al techo. El auto pasa muy despacio, casi desafiante, frente a cuatro jóvenes recostados sobre un muro que tiene una imagen de Andrés Escobar, el sitio de reunión de los hinchas de la camiseta verde antes de los partidos. El conductor baja la ventanilla y les dice algo. La escena es un cruce de insultos. Uno de los jóvenes le da un manotazo a la puerta del conductor. Por un segundo, siento que va a estallar una pelea, pero la camioneta se despide con un chillar de llantas y todo queda en groserías destempladas. Aunque matar parece haber dejado de ser la manera de resolver los problemas en Medellín, la tensión de épocas anteriores sobrevive cuando los equipos de fútbol de la ciudad se vuelven a ver las caras. Por fortuna llevo puesta una camiseta amarilla. Soy neutral.

Volteamos a la altura del rosal de la esquina, uno de los pocos jardines del barrio, y mi madre putativa retrocede para esconderse detrás de mí. Me toma la mano con firmeza, como si estuviera agarrando por el borde la estampita de San Judas, el responsable de protegerla de todo mal y peligro. “Mirálo, yo creo que es el diablo”, me dice señalando a un hombre canoso. Está sentado en una silla de metal, mirando cómo un perro callejero roe un hueso todavía sangriento que robó de la carnicería a donde vamos. Era don Roberto Correa. Me hablaba de él como del diablo y uno esperaba voltear y ver a un tipo ceñudo y de ojos rojos, tal vez con un revólver al cinto, listo para matarte con una sola mirada. Pero allí solo estaba un viejo sin nada que hacer. Correa fue el general de la pandilla que diez años atrás había desafiado a la banda La Terraza. Había sido el Padrino de mi cuadra, el maligno de dos manzanas a la redonda, el señor de las tinieblas local.

En un instante, La Terraza tuvo el poder de alzarse contra Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, el hombre que había recogido los hilos de Pablo Escobar. La banda, hoy desarticulada, tenía su cuartel a tres cuadras de la que ahora es mi casa. En uno de los enfrentamientos con Los Chiches —la banda de Correa e hijos— uno de los pandilleros heridos trató de buscar refugio en la panadería que por esa época tenía don Guillermo Carrasquilla. “No lo dejé entrar. Suena cruel pero si lo hubiera hecho me habría ganado a la otra pandilla en contra. Así le pasó a un primo, a quien le pusieron un petardo en la licorera”, me dijo un día frente a un plato de morcilla, en medio de una borrachera en ascenso. Era el cumpleaños de su esposa y Astrid le trajo una serenata de mariachis de regalo. Su hija tiene bien merecido su podio entre las fotos familiares. Un año antes le había regalado la cocina a su madre y la semana pasada pagó para que alguien le cantara Un mundo raro y otra docena de rancheras. El trabajo de Astrid en la Universidad de Antioquia parecía haber conjurado para siempre la pobreza de los Carrasquilla.

La noche en que su padre me contaba esa historia, la festejada, cubierta de confeti en el pelo, terció en la conversación: “Negrito, ¿y se acuerda cuando se nos metió ese muchacho con una esquirla en el cuello?”. Ese muchacho, al parecer, había llegado hasta la ventana donde estábamos parados. “No decía nada. Le brotaba sangre a chorros, estaba pálido el pobrecito, dio vueltas y después salió como si nada”. Lucero Carrasquilla lo contaba horrorizada, como si tuviera que trapear de nuevo el charco rojo que dejó ese hombre. Un pedazo de guerra que había parido el narcotráfico y continuado las milicias, los paramilitares y las bandas también tuvo lugar en la sala de esta casa y en la del frente. La casa en diagonal a la nuestra sirvió de trinchera en varios tiroteos. Pero esta mañana de domingo, luego de ver a Roberto Correa, el ex jefe de una de las bandas de Medellín, casi siento lástima por él: arrastró a sus hijos a la guerra y al final ni siquiera supo quién los mató. Si eran paras, guerrilleros o narcos, quién sabe. Hoy Correa vive sus días en un exilio interior del que, en este instante, lo rescata un perro al que ahora amenaza con un puntapié. Mientras, en busca del chicharrón y ya en la cola de la carnicería, Lucero Carrasquilla hace valer su lugar. El mismo dueño le entrega su pedido: lo viene haciendo desde hace treinta años. Su familia y la de los Carrasquilla llegaron a Santa Inés con semanas de diferencia. La de ella venía de Barbosa y la de él de Sopetrán, un pueblo frutero del que cada fin de semana salían hasta quince camiones con naranjas y mangos antes de que, a finales de los años ochenta, las fincas de la región se convirtieran en casas de recreo de narcotraficantes. Había que dejar atrás esos recuerdos y volver a casa con dos libras de tocino.

Media hora más tarde, parada en la cocina, con un cuchillo en la mano, Lucero Carrasquilla se queja de sus dolencias. Tiene lupus, enfermedad que la ha obligado a transitar por los laberintos del Sisbén, el sistema que en Colombia clasifica a la población en niveles según su poder adquisitivo para que puedan acceder a subsidios médicos. Si no le aprueban la droga que debe tomarse para mantener a raya el lupus, tendrá que poner una tutela ante el Ministerio de Salud. Solo las pastillas le valen 400.000 pesos, casi tres veces lo que los Carrasquilla pagan por agua, luz, teléfono y alcantarillado. En todos ellos se gastan cerca de ciento 150.000 pesos, que incluye el servicio de internet que usa Astrid. “La banda ultradelgada”, la llama ella. Por suerte esta casa les pertenece y no tienen que buscar más dinero para el arriendo. En el barrio una casa como la de ellos puede costar casi 300.000 pesos al mes, pero las disponibles se cuentan con los dedos. Santa Inés tiene reputación de ser un buen vividero.

El almuerzo de este domingo, tan abundante como el de todos los días, me ha tumbado en la cama. Decido tomar una siesta y esta vez, por el calor, bendigo no tener puerta. Antes de quedarme dormido me visitan Sofía y Sara, las hijas de Farley, el hijo mayor de la familia, muy querido en el barrio por la habilidad y rapidez con la que enchapa baños y terrazas, y a quien veo muy de vez en cuando a pesar de que vive a media cuadra. Entre sueños las oigo hablar. Se cuentan unos chismes con voz de señora:

—Los policías pasaron y dijeron que iban a matar a los que encontraran fumando.

—No, fueron los muchachos —corrige una de ellas, a media lengua—. Ellos dijeron que los iban a matar.

—Por la casa hay un muchacho que le dicen el carnicero porque los mata a cuchillo —añade la otra.

Como ven que me estoy quedando dormido, se van para la sala a jugar con sus muñecas.

Astrid Carrasquilla lleva a todas partes un cuchillo, pero es muy diferente al del carnicero del que hablaban Sara y Sofía. El de mi amiga es tan pequeño que cabe en su bolsa de cosméticos. Cuando lo vi por primera vez, me pareció una de esas armas blancas que los presos fabrican en la cárcel. Pensé que lo tenía con ella como quien carga un amuleto, solo para sentirse protegida. Pero me engañó: Astrid es diestra con el cuchillo y saca su miniatura de arma antes de que vayamos a comer un helado. Me pagaron el viernes. Ir por un cono doble con leche condensada hasta Vista Hermosa, un barrio cerca de Santa Inés, me parece un buen remate para este domingo de clásico de fútbol. El cuchillo resplandece bajo la luz de su cuarto. Se lo lleva a la cara y tengo que voltear para no ver lo que hace. Un viento frío me pasa por la espalda. Ella ha probado todos los aparatos que se han inventado para encresparse las pestañas y ninguno logra el efecto de su cuchillo sobre ellas. No tiene filo. Se mira al espejo dos veces y me dice con la voz más natural del mundo:

—Ahora sí. Vamos caminando y de paso te muestro El Desierto, un famoso botadero de cadáveres.

Atravieso con ella varias calles del barrio, cargadas de humo. Un incendio ha devorado parte de una montaña cercana. Cada esquina guarda recuerdos de muertos sin manos, fuego cruzado en las noches, Kawasakis que no paran de rugir, bombas en panaderías o licoreras. Un tour macabro pero necesario para entender el horror que vivió mi nueva familia cuando yo estaba ausente, en Bogotá, esa ciudad donde nunca pasa nada.

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