13.5.10

Otro libro del mito Pynchon


La portada.


¿Existe realmente Pynchon? Se lo ha preguntado mucha gente, y me incluyo. Dicen por ahí que la docena de fotos que circulan en Internet - y todas muy joven - son realmente de alguién más, un completo desconocido, y que, por la maquinaria comercial, Pynchon es una mezcolanza de muchos autores anónimos, "negros", básicamente. Pero aquí lo importante es la literatura, y de ello Pynchon es un maestro de maestros. Para la muestra, su nuevo libro, Contraluz:


-¡Aligeren cabos!
-Ahora con brío..., con tiento... ¡Muy bien! ¡Preparados para largar!
-¡Ciudad del Viento, allá vamos!
-¡Hurra! ¡Arriba!
Entre tan animadas exclamaciones, la aeronave de hidrógeno Inconvenience, con la góndola envuelta en banderitas patrióticas y una tripulación de cinco jóvenes, miembros del famoso club aeronáutico conocido como los Chicos del Azar, ascendió con agilidad hacia la mañana y no tardó en aprovechar el viento del sur.
Cuando la nave alcanzó altitud de crucero y todos los detalles dejados atrás, en el suelo, se habían empequeñecido a tamaño casi microscópico, Randolph St. Cosmo, el comandante, ordenó:
-Disuelvan el Piquete de Maniobra de Despegue.
Y los chicos, todos pulcramente vestidos con el uniforme de verano compuesto por blazer de rayas rojas y blancas y pantalones azul celeste, obedecieron alegremente.
Ese día se dirigían a la ciudad de Chicago, a la Exposición Mundial Colombina que se había inaugurado hacía poco. Desde que habían recibido la orden, el «runrún» que corría entre la excitada y curiosa tripulación había versado casi exclusivamente sobre la fabulosa «Ciudad Blanca», su gigantesca noria, los templos de alabastro del comercio y la industria, los lagos chispeantes, y sobre las mil maravillas más, de naturaleza tanto científica como artística, que les aguardaban allí.
-¡Ay va! -exclamó Darby Suckling, inclinado sobre los andariveles para contemplar cómo el corazón del país giraba en un remolino verde y borroso allá abajo, mientras sus mechones bicolores se agitaban al viento por fuera de la góndola como una bandera a sotavento. (Darby, como mis fieles lectores recordarán, era el «niño» de la tripulación y hacía las veces de factótum y de mascotte; además, cantaba las difíciles partes del tiple cada vez que a estos aeronautas adolescentes les resultaba imposible reprimir sus ganas de cantar.)
-¡Me muero de ganas! -exclamó.
-Por lo que se ha ganado usted cinco puntos negativos más -le recriminó una severa voz pegada a su oreja mientras se veía bruscamente agarrado por la espalda y alzado por encima de los andariveles-. ¿O deberían ser diez? ¿Cuántas veces -prosiguió Lindsay Noseworth, segundo de a bordo y reputado por su impaciencia con todas las manifestaciones de la desidia- se le ha advertido, Suckling, contra el habla descuidada?
Con una destreza que se adquiere sólo tras mucha práctica, puso a Darby boca abajo y lo sostuvo por los tobillos, y el chico, un peso mosca, se balanceó en el espacio vacío -pues la terra firma quedaría ya a casi un kilómetro allá abajo-; entonces procedió a sermonearle sobre los numerosos males del descuido en la expresión personal, entre los cuales no era el menor la facilidad con que podía desembocar en la blasfemia, y en cosas peores aún. Pero, visto que Darby no paraba de chillar aterrorizado, no está claro cuántos de aquellos útiles consejos llegaron a su destino.
-Eh, basta ya, Lindsay -le advirtió Randolph St. Cosmo-. El chico tiene trabajo que hacer, y si lo asusta tanto no va a servir de gran cosa.
-Muy bien, menudillo, démosle la vuelta -murmuró Lindsay, y de mala gana volvió a poner de pie al aterrorizado Darby.
En sus funciones de Oficial a cargo de la disciplina a bordo de la nave, Lindsay realizaba su trabajo con una severidad arisca que un observador imparcial podría haber tomado fácilmente por monomanía. Pero teniendo en cuenta la facilidad con que la fogosa tripulación encontraba excusas para desmandarse -lo que más de una vez daba lugar al tipo de situaciones que acaban con un «salvados por los pelos» y que son el terror de los aeronautas-, Randolph solía permitir que su segundo pecara de vehemencia.
Desde el extremo más alejado de la góndola llegó un estrépito prolongado, seguido de un murmullo destemplado que hizo que Randolph, como siempre, frunciera el ceño y se llevara las manos al estómago.

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