No tengo palabras, dijo el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, al recibir el más emblemático premio internacional de poesía que otorga Chile a los artistas: el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. El importante y prestigioso lauro le fue otorgado a un autor con una vasta obra americanista, indigenista, civilizadora que se impregna de lo social, político y con una vasta carga amorosa y de compromiso humanitario.
El jurado dijo en abril pasado, el día de su fallo: el premio le fue otorgado a Cardenal por su “logro de remozar la tradición occidental clásica aplicándola a la actualidad contemporánea, su interés y preocupación permanente por los pueblos originarios de este continente y por su compromiso político”.
Neruda fue el mayor ídolo literario de su juventud, precisó Cardenal, autor de Canto cósmico, Epigramas, Oración por Marilyn Monroe, El estrecho dudoso, El telescopio en la noche oscura, cuando la presidenta chilena Michelle Bachelet le otorgó el lauro en el Palacio de Gobierno, La Moneda, un icono en la restauración de la democracia latinoamericana. Es un reconocimiento a la majestad de la poesía en estos tiempos banales y del gran espectáculo digital, que una presidente otorgue un premio en este género tan marginal para las editoriales y el mercado de los best-sellers, en la Casa de Gobierno, donde se deciden las grandes políticas y destinos de una nación.
Bachelet dijo en parte de su alocución: “Este es un reconocimiento no sólo a su inmensa obra literaria, sino también a su permanente apuesta por un mundo más humano y más justo, donde el amor y la cooperación serán una realidad y no sólo bellas intenciones”.
Cardenal expresó su felicidad de estar en el país de los poetas, habló de su coincidencia con la poesía de Nicanor Parra y anunció un nuevo libro: Versos del pluriverso, y reveló que una editorial chilena está interesada en publicarlo. Ya sabemos que hay más universos, dijo, y este es un libro científico, acotó.
Ernesto Cardenal fue para nuestra generación como Serrat, lo leíamos con pasión, discutíamos, recitábamos y a él también le acompañó, como a Neruda, una historia trágica, dura, en la Nicaragua de Somoza, convirtiéndole en símbolo de lucha y esperanza en un pueblo aplastado por una de las dictaduras más sanguinarias e implacables de América Latina. El cura trapense, discípulo de Thomas Merton, hijo de una de las familias más ricas de Nicaragua, se montó en la teología de la liberación y enfrentó el somocismo, al Vaticano y los molinos de viento.
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