Jesús Blancornelas. Mientras lea este texto, no olvide este nombre. Insisto: Jesús Blancornelas. Y empiezo: en Tijuana, desde hace 26 años, se publica un semanario independiente llamado Zeta (Premio Fundación Cano de la Unesco, Premio Nacional de Periodismo de México, Premio Libertad de Prensa de Reporteros Sin Fronteras). Y casi hasta su muerte, el director de Zeta se presentó cada día a trabajar custodiado por 14 militares. Como hubiera dicho él: "Vivió enchalecado". Hacía apenas diez años había sobrevivido a un narcoatentado en el que murió su guardaespaldas. Y había visto, tiempo atrás, cómo al otro director de Zeta sí lo habían matado: Héctor Félix Miranda (1940-1988). Por eso el semanario formó un consejo de redacción, previendo futuras amenazas y desastres. Y, en efecto, en 2004 otro de sus miembros fue asesinado enfrente de sus dos hijos: Francisco Ortiz Franco (1956-2004), cuando investigaba la muerte de Miranda, que el nuevo presidente Vicente Fox, ahora sí, se había comprometido a aclarar.
De modo que el final de Jesús Blancornelas (1946-2006) fue una victoria. Porque no lo mató el narco, sino que murió en un hospital, junto a su familia, a salvo. Y eso a pesar de que el Cártel de Tijuana le había puesto a su cabeza el precio de 5 millones de dólares.
Hoy sus Conversaciones privadas, la columna que escribía semanalmente en Zeta, son la raíz de este texto. El origen de mucho de lo que hoy se escribe sobre el narcotráfico mexicano. Nuestro papá, me dice un amigo escritor. Porque como el propio Blancornelas explicó: "En nuestro país resalta el escándalo; los periodistas y no la policía descubren capos y transas". Y porque fue, además de un reportero riguroso, ético y valiente, un escritor excepcional. Nuestra referencia.
Publicó siete libros, cuatro de ellos recopilaciones de sus artículos de Zeta: Conversaciones privadas (Ediciones B, 2001), Horas extras (Plaza & Janés, 2003), El cártel (Grijalbo, 2004) y En estado de alerta: periodistas y Gobierno frente al narcotráfico (Plaza & Janés, 2005). Y lo hizo en un lenguaje entrecortado, violento, roto. Muy parecido al mundo que nos contaba. Porque la narcoliteratura, en México, suele ser mejor si parte de la realidad que si trata de ficcionarla. No porque, como suele decirse, la realidad le gane a la ficción. Sino porque contar lo que está ocurriendo es más difícil que inventarlo. Y, por lo tanto, los textos que se lo proponen, suelen ser mejores. Más ambiciosos.
Lo logran otros cronistas, periodistas o académicos. Y yo quiero detenerme en dos: Luis Astorga y Jorge Fernández Menéndez. El primero no es un investigador con vocación narrativa como fue, tal vez sin darse cuenta, Jesús Blancornelas, sino un académico riguroso y gran conocedor de todos los procesos que el narcotráfico genera en México. Por eso su libro El siglo de las drogas (Plaza & Janés, 2005) es tan necesario para entender de dónde viene el mundo al que hemos llegado. Y una vez aquí: El otro poder (Punto de Lectura, 2001), de Jorge Fernández Menéndez, que cuenta cómo cambiaron las relaciones del narcotráfico con el poder cuando el PRI (Partido Revolucionario Institucional) perdió las elecciones y salió electo el primer presidente de la incipiente democracia mexicana: Vicente Fox. Que dicho sea de paso: nunca aclaró el asesinato de Francisco Ortiz Franco que se había comprometido a resolver. Pero sigo con Fernández Menéndez y con la manera en que nos cuenta cómo el narco pactaba con los priístas y cómo esto hacía que México pareciera un país controlado. Hasta que se acabó la dictadura, subió al poder el PAN (Partido de Acción Nacional), se desbarató el control y comenzó la vertiginosa cadena de violencia en la que el país vive inmerso hoy.
El resultado es que no obstante el narco sea uno de los principales temas en las librerías mexicanas, en contadas ocasiones la ficción ha logrado verdaderamente adentrarse en aquello que la realidad no puede abarcar. Aunque algunos libros de investigación que cabalgan entre el periodismo y la narrativa hayan conseguido enmarcar un mundo que siempre, cuando tratamos de entenderlo con cabalidad, nos parece imposible. Por irreal. Un buen ejemplo de esos libros sencillos de leer y meticulosos en sus investigaciones, ante los cuales muchas veces nos resulta difícil hacer una selección, es Con la muerte en el bolsillo, premio Planeta de Periodismo 2005, escrito por María Hidalia Gómez y Darío Fritz. Seis historias sobre el narcotráfico de las que todos hablamos como si las conociéramos pero que los dos periodistas, en efecto, han sabido documentar con precisión y casi narrar como si fueran seis cuentos: la muerte de Amado Carrillo Fuentes durante una operación estética para modificarse el rostro; la escalada de los hermanos Arellano Félix y su Cártel de Tijuana; la red de corrupción que el capo del Cártel del Golfo impuso en una prisión de máxima seguridad; la captura del líder de la primera organización criminal tecnológica del país: el Cártel de los Valencia, o la lucha de los policías y militares que no han sucumbido a la corrupción y sus desiguales relaciones con la DEA (Drug Enforcement Administration). Historias terribles, crueles y tristísimas, que como dijo el escritor norteño Eduardo Antonio Parra, "ilustran nuestra ignorancia". Porque se suele hablar del narcotráfico como si supiéramos algo. Y de este modo lo estamos convirtiendo en un paisaje literario con reminiscencias de la Sierra Madre por la que campaba Humphrey Bogart o aquel Acapulco de Frank Sinatra. México explicado sin pudor. Literatura de bajísimo nivel que habla de este complejo mundo criminal como si pudiera ser estereotipado o fácilmente comprendido. Lo resume el crítico mexicano Rafael Lemus: "El costumbrismo es, suele ser, elemental. A veces excluye, casi completamente, la invención, como si la imaginación no pudiera agregar nada a la realidad. La prosa es, intenta ser, voz, rumor de las calles (...). Ésta, la estrategia general. Básica. Reiterada. Inmóvil".
Y es cierto. Pero hay más. Porque, descontextualizados, algunos autores resultan imprescindibles. Destaca, por encima de cualquier otro escritor norteño, el tijuanense Luis Humberto Crosthwaite. La amistad entre los dos corridistas de Idos de la mente (Joaquín Mortiz, 2001), sus Instrucciones para cruzar la frontera (Joaquín Mortiz, 2002) o la novísima Aparta de mí ese cáliz (Tusquets Editores, 2009) lo convierten en el escritor del Norte. Javier Cercas sugiere que leamos sus "relatos secos, duros, irónicos, llenos de sentimiento y huérfanos de sentimentalismo". Aunque advierte, y tiene razón, que en las librerías españolas nos costará encontrarlo. Porque todavía no existen canales de distribución que permitan que la literatura viaje, de una vez y para siempre, entre lectores.
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