Anoche, hablando con algunos amigos poetas en algún bar de Bogotá, cuyo nombre no sé, no recuerdo, quizá no importa, acerca de Thoman Mann, me quedó la sensación de que, efectivamente, la obra cumbre del alemán es un asombro del intimismo más desgarrador. Aquí les dejo un pequeño ensayo que escribiría el español Manuel Vicent sobre la obra cumbre de Thoman Mann:
Puede que la vida de un lector se divida en dos: antes y después de haber leído La montaña mágica, de Thomas Mann. Se trata de la primera gran escalada literaria en la que uno prueba a medir sus fuerzas. Recuerdo que me enfrenté a esta subida a los Alpes suizos a los 20 años y lo conseguí durante un verano después de dos intentos fallidos. El balneario donde me encontraba no se parecía en nada a aquel sanatorio de Davos-Dorf, lleno de tuberculosos que discutían de filosofía, teología, psicoanálisis, medicina, religión, de sexo y de la muerte, mientras se debatían contra el bacilo de Koch. Desde la luz descarnada del Mediterráneo bajo la cólera de las chicharras era muy difícil imaginar a Naphta y a Settembrini en una hamaca tomando un sol de nieve que se abría a veces entre la niebla, pero aquella novela cuyo peso me doblaba las muñecas me hizo saber que detrás de sus mil páginas había un escritor alemán de cuello duro con pajarita y espeso bigote, vástago de una familia de la alta burguesía de Lübeck, dispuesto a no descomponer la figura de caballero, pese a ser zarandeado por todas las pasiones políticas, sociales y morales que convulsionaron la primera mitad del siglo XX.Desde su juventud hasta el final de sus días Thomas Mann llevó un diario que sólo pudo ser leído veinte años después de su muerte, por propio deseo expresado en su testamento. En distintos cuadernos secretos había ido anotando los pormenores de su existencia. Cada jornada, una detrás de otra, fue desmenuzada en todos sus actos anodinos: miles de desayunos con huevos escalfados, miles de resfriados y mareos, miles de paseos sólo o acompañado de su mujer Katia o de su perro Toby por los bosques, por los parques de distintas ciudades donde vivió, en su patria o en el exilio de Suiza o de Norteamérica. En esas páginas, datadas de forma meticulosa, el escritor dejaba constancia de las visitas de amigos, de los tés de las cinco de la tarde, de los viajes en tren, en coche o en barco, de las piezas de música oídas mientras se fumaba un puro antes de ir a la cama y también de las poluciones nocturnas, de las masturbaciones y de otros movimientos escabrosos de la carne, de las pulsiones homosexuales que sentía al ver a un joven y hermoso camarero. En cambio, en ese diario le bastó con una línea para fijar la llegada de Hitler al poder y con algún mínimo párrafo para despachar el desarrollo de la Guerra Mundial a medias compartida con las tribulaciones que sufría por sus hijos y el trabajo con los distintos libros que iba escribiendo, sus ensayos, conferencias y discursos, sin un solo pensamiento que no fuera el sonido del minutero del reloj de la vida en el que se iba desangrando. Al parecer Thomas Mann creía que cualquier nimiedad cotidiana tenía una trascendencia sublime por el simple hecho de que le ocurría a él cuya alta estima era capaz de convertir un catarro en una categoría suprema. Pero estos escritos secretos tienen la virtud de descubrirnos el derribo interior que se ocultaba detrás de una fachada impecable, sin una sola grieta.
Thomas Mann fue muy reservado, siempre protegido por la máscara del burgués respetable. Sus pasiones privadas las transfería a su obra de largo aliento, en la que podía permitirse cualquier convulsión que no perturbara a la belleza. Bajo la especie literaria Thomas Mann se sentía intangible. Si en su diario, guardado bajo llave, confiesa su deseo turbio ante los cuerpos de los adolescentes, esa pulsión reprimida le llevará a escribir Muerte en Venecia y en sus páginas dejará que fluya libre, amparado por la estética, su obsesión sólo alimentada en sueños imposibles. Protegido por el arte se sentía a salvo. En Thomas Mann la ficción es una barricada.
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