21.8.10

Tan cerca de la vida


La portada.


Después de cierto escándalo internacional que causó Memorias de una dama, Roncagliolo vuelve con una novela: Tan cerca de la vida. Bello título, por cierto. Cuelgo aquí una pequeña, pequeñísima parte del arranque:

I

Al llegar, Max tuvo un sueño extraño. O quizá no fue un sueño.

Quizá era el jet lag. Había volado más de doce horas sin saber dónde terminaba la mañana y dónde comenzaba la noche. Había dormido sentado, alternando la vigilia con desagradables pesadillas. Hasta donde recordaba, el vuelo había sido sólo un largo y espeso duermevela. Y las cosas no mejoraron en el aeropuerto. Se sentía mareado y aturdido, y le costaba entender por dónde ir o qué hacer. Imitaba torpemente a los demás pasajeros en la esperanza de salir de ahí tarde o temprano.

En el pasillo a la aduana, llamó su atención un cartel:

BIENVENIDO A TOKIO
SI SIENTE ALGÚN TIPO DE MALESTAR,
FIEBRE O TOS, PASE A LA ENFERMERÍA

Max consideró la posibilidad de acercarse, pero no estaba seguro de en qué órgano de su cuerpo se hallaba el problema. Lo que tenía no era tos ni fiebre, aunque sí, en términos estrictos, un malestar. Se preguntó si podrían impedirle la entrada al país en caso de portar algún virus. Escudriñó la enfermería de reojo, como un prófugo, tratando de evitar llamar la atención. En el interior, había un enfermero con la cara oculta bajo una mascarilla. Max sintió que debajo de esa máscara no había un rostro. Desvió la mirada. En un rincón, una pantalla escaneaba a los pasajeros y los convertía en siluetas de colores. Entre las siluetas, Max descubrió la suya: una figura de tonos desvaídos detenida en una esquina del cuadro. Siguió de largo.

Tardó poco en migraciones y en aduana, pero el tiempo se había vuelto elástico, lento. Cuando logró salir, le pareció que llevaba horas caminando.

Llamó a un taxi. Cuando se detuvo, Max creyó que era un vehículo fantasma, sin conductor. Pero luego comprendió que el volante estaba a la derecha, como en los autos ingleses. Trató de abrir la puerta de atrás sin conseguirlo. El cerrojo estaba echado y, por más que forcejeó, la puerta no se movió. Malhumorado, Max golpeó la ventanilla e insultó al taxista vanamente en su idioma. Llevaba demasiado tiempo en un avión para además tener paciencia con un maldito taxi. Nada ocurrió. Ya iba a alejarse pero la puerta se abrió sola, como si tuviese voluntad propia.

Max arrojó su maleta en el interior, y luego se arrojó él mismo en el asiento de atrás. En su cabeza asomó la idea de que había vuelto a ser un niño, y que tendría que aprender a vivir todo de nuevo, hasta las cosas más pequeñas. Era un pensamiento muy extravagante, y no entendió por qué se le había ocurrido.

El aeropuerto quedaba lejos de la ciudad. El taxi atravesó una zona industrial interminable. Después, en la ventanilla empezaron a sucederse imágenes que Max había visto en otras ciudades, la mayoría sólo en películas: un castillo de Disney, un puente de Brooklyn sobre un fondo de edificios, una Torre Eiffel. Tokio parecía infestado de réplicas, como un parque temático de las grandes ciudades. Ese pensamiento era igual de absurdo que el anterior, pero a Max le hizo reír.

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