27.9.10

Kant y el viaje


¿En qué momento regresar?


Un pequeño ensayo publicado en el más reciente número de la Revista Cronopio:


Cada viaje que realizamos a un lugar desconocido, sin importar el destino, cierto cosquilleo se instala en nuestro cuerpo. Nos agrada lo nuevo, lo inexplorado. Una repentina inquietud llega y comenzamos a imaginar las casas, las calles, los árboles apostados en algún parque no visto, la gente. Es difícil imaginarse a alguien no sonreír justo antes de agarrar el equipaje. Hasta los pesimistas esbozan un ligero gesto en la comisura de los labios.

Por eso aún me sorprende cómo el pensador más influyente de la filosofía moderna nunca abandonó su natal Königsberg. Siendo enfermizo y de estatura baja, no le interesaba (y quizá ni pensaba en ello) dejar sus casas, sus calles, sus árboles apostados a lado y lado, su gente. Si hubiese aceptado alguna de las decenas de cátedras que le ofrecían a lo largo y ancho de Europa, sin duda La crítica de la razón pura no sería aquel manifiesto libertario, o, lo que es peor, no se hubiera escrito nunca.

Hace poco encontré en uno de los anaqueles de una biblioteca bogotana su libro Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Etiquetado erróneamente en la sección AC (Cuento Adulto), me dispuse a leerlo con entusiasmo, como cuando emprendo un viaje. ¡Oh sorpresa! Immanuel Kant habla en el capítulo IV, en un pequeño párrafo, sobre los viajes, y anuncia que la naturaleza del hombre es el cambio, es decir, el movimiento. En una prosa que raya en la genialidad, el filósofo alemán nos dice que el placer extremo del ser humano ante lo sublime es la sensibilidad exagerada que nos ocasiona la tendencia a la admiración de la belleza.

No hay nada más sublime que un viaje, me digo. Viajar nos produce, generalmente, un placer que limita con la orilla de la sublimidad, incluso aquellos que son de negocios. El prusiano no necesitó aplicar, en este caso, lo que quería divulgarnos. Bastó su imaginación y la exégesis de aquellas largas charlas que sostenía con sus invitados a la hora del almuerzo, muchos de ellos ávidos viajeros, para escribir sobre el tema.

La única experiencia que requería Kant al respecto, era la caminata diaria que hiciera por las tardes para, según su propia interpretación, descansar el cuerpo de todo lo que pudiese someterlo a un estado de desperdicio imaginativo. Ese era todo el viaje que necesitaba.

HELLMAN PARDO

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