20.9.10

Sobre Nam Le


Nam Le.


Tengan en cuenta este nombre. Sonará y sonará sin detenerlo en los próximos años. Y es que su libro, El barco, ha sido nominado a uno de los mejores tomos en el género del cuento en los últimos años, y eso, amigos, es mucho decir, en una época en que el cuento, afortunadamente, empieza a gozar de buena salud. He leido un par de cuentos de Le, y debo decir que su talento raya en la genialidad. De origen vietnamita, Australia lo ha acogido como hijo propio. Ganador del Dylan Thomas Prize. Aquí un aparte de uno de sus cuentos:

COMPASIÓN Y SACRIFICIO

Mi padre llegó una mañana lluviosa. Yo estaba soñando con un poema, el sordo clic-clac de las teclas de una máquina de escribir iba marcando las letras. Era un buen poema, quizá el mejor que había escrito nunca. Cuando me desperté, él estaba en la puerta de mi dormitorio, sonriendo de un modo ambiguo. Llevaba puestos unos pantalones negros y una cazadora de aviador, húmeda y arrugada, que parecía recién sacada de la lavadora. Enmarcado por la puerta del dormitorio, daba la impresión de ser aún más pequeño, más delgado, de lo que yo recordaba. Aún traspuesto por el sueño, alcé la cabeza hacia el despertador.

-¿Qué hora es?

-Hola, hijo -dijo en vietnamita-. He estado llamando un buen rato. Después la puerta se abrió sola.

«Los campos son de cristal», pensé. Luego tum-ti-ti, un dáctilo, línea final, luego las palabras «excusa» y «amalgama» en la siguiente línea. «Oh, venga ya», pensé.

-Está lloviendo con fuerza -dijo él.

Fruncí el ceño. El reloj marcaba las 11.44.

-Pensaba que no llegabas hasta esta tarde.

Se me hacía extraño, después de tanto tiempo, volver a hablar en vietnamita.

-Me cambiaron el vuelo en Los Ángeles.

-¿Por qué no llamaste?

-Lo intenté -contestó con serenidad-. No respondiste.

Me volví hacia el borde de la cama y abrí la ventana. El sonido de la lluvia llenó la habitación. La lluvia caía en las calles, sobre los tejados, sobre la chapa del cobertizo al otro lado del aparcamiento, como petardos detonando a lo lejos. Todo olía a hojas mojadas.

-Cuando duermo desconecto el timbre del teléfono -dije-. Lo siento.

Él siguió sonriéndome, ostensiblemente, como si esperara una noticia importante.

-Estaba soñando.

Cuando yo era joven él solía despertarme, dándome suaves cachetes en las mejillas. Yo lo odiaba: la humedad y la aspereza de sus manos.

-Vamos -me dijo cogiendo una bolsa de deporte Adidas y un fardo enrollado que parecía un saco de dormir-. Un día vivido es un mar de conocimientos aprendidos.

Mi padre tenía la costumbre de hablar intercalando proverbios vietnamitas. Yo había aprendido a no hacer caso hacía mucho tiempo.

Me puse una camiseta y estiré el cuello delante de la única ventana. A través de la lluvia, el cielo parecía tan gris y estriado como el grafito. «Los campos son de cristal...» Igual que una figura de humo, el poema se difuminó y luego se disolvió en esta nueva, fría y extraña realidad: un aparcamiento azotado por el viento y acribillado por la lluvia; una habitación oscura casi completamente ocupada por mi cama; la pequeña silueta de mi padre goteando sobre el suelo de madera.

Me acerqué a él. Debajo del pijama tenía las piernas con la carne de gallina. Él me miraba con afable indiferencia mientras yo alargaba la mano hacia la suya, se la estrechaba y luego liberaba su otra mano de las bolsas.

-Debes de estar agotado -le dije.

Había volado desde Sidney, Australia. Treinta y tres horas sin dormir, haciendo escala en Auckland, Los Ángeles y Denver, antes de aterrizar en Iowa. Yo no lo había visto desde hacía tres años.

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