7.12.09

Más de Murakami


Tan indescriptible la portada como sus libros...

Luego de publicar aquí, en este blog, la primera parte del libro El fin del mundo y un despiadado País de las maravillas, posteo una hermosa reseña que le hace Jesús Ferrero en el diario El país, a Murakami, al eterno Murakami, ¿Para cuándo el Nóbel? Ah si, para otra Herta Müller:
El puente entre la novela japonesa y la occidental lo trazó casi enteramente Mishima, que llevó a cabo en Japón una modificación parecida a la realizada en China por Lu Xun. Mishima adensó las historias al argumentarlas más y al evitar la morosidad, las divagaciones y las bifurcaciones propias de la narrativa tradicional japonesa, presentes en Kawabata y latentes en Oé, y si bien lamentaba la pérdida de raíces de Japón, él nunca se privó de escribir y vivir como un occidental.Comparado con todos estos autores, Murakami representa una nueva encrucijada que por un lado lo acerca a Mishima, al asumir claras influencias de escritores occidentales como Kafka, Huxley, Chandler y Carver, y al apoyar sus argumentos tan sólidamente como ellos, y que por otro lado lo acerca a Kawabata en su intento de volver a convertir la novela en un amplio jardín de senderos que se bifurcan y que sólo se encuentran al final, en tiempos y espacios de aire apocalíptico y a veces tremendamente desoladores. Obviamente su narrativa no sería la misma sin esa sordina romántica y dolorosamente melancólica que le prestó Fitzgerald, tampoco sería la misma sin los mundos absurdos y sofocantes que van envolviendo la vida de sus personajes y que no dejan de ser un tributo a Kafka, y tampoco sería la misma sin la moral provisional que le prestó Chandler y la precisión en el uso de los adjetivos fundamentales que proviene de sus traducciones al japonés de los cuentos de Carver. Pero no es menos evidente que Murakami vuelve a introducir cierto gusto por la morosidad y la divagación, a ratos tremendamente cómica, que no está en Mishima pero que sí se percibe, y en grado sumo, en buena parte de la obra de Kawabata.

Nacido en Kioto en 1949, Haruki Murakami se crió en la ciudad portuaria de Kobe, que sufría una impregnación de Occidente muy superior a las ciudades del interior, y donde empezó a leer narrativa europea y americana y a fundamentar las raíces de su estilo, tan mestizo como sorprendente. Y que no se engañe el lector: la escritura de Murakami no es tan transparente como creen algunos críticos que llegan a su obra, como yo, a través de traducciones malas o buenas. Los guiños literarios son en él muy frecuentes y tiene una forma de adjetivar que quiere ser a la vez lírica y exacta, siguiendo en eso los pasos de Fitzgerald a veces, y otras veces los de Carver.

Utilizando técnicas ya empleadas en otras novelas, en El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Murakami va construyendo una novela a partir de dos narraciones paralelas y destinadas a encontrase en el "infinito". Uno de los relatos es de carácter fantástico y más o menos contemporáneo, y se desarrolla en Tokio y en sus pliegues mágicos, y el otro de carácter fabuloso y más o menos arcaico, y se desarrolla en una ciudad imaginaria en cuyas inmediaciones viven muchedumbres de unicornios. Lo fantástico y lo fabuloso no son lo mismo en Murakami, ya que lo fabuloso dobla la sensación de fantástico al introducir personajes propios de las fábulas, las leyendas y los mitos.

La lectura, al principio bastante morosa y llena de meandros, se agiliza considerablemente una vez pasado el ecuador de la novela, donde se hacen comprensibles muchos momentos que quedaron sin iluminar y donde el lector se siente arrastrado hacia dimensiones cada vez más abismales. La novela está muy bien argumentada, a pesar de su recorrido zigzagueante, y los personajes no tienen nombre y se les define por sus funciones: el joven informático, la bibliotecaria, el guardián, el sabio viejo y chiflado. El único problema de este proceder es que, al deslizar la narración hacia la fábula y los protagonistas muy definidos, los personajes tienden a parecer algo estereotipados, pero se trata de un problema endémico en las novelas que conquistan el mercado, y hasta en las que no lo conquistan, y a ningún lector le va a impedir reconocer que se halla ante una narración soberbia en la que Murakami consigue superarse a sí mismo y ser más poeta que nunca.

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