29.3.09

MINOTAURO, SEGÚN PICASSO


Escena báquica con Minotauro.

El mito, decía Pavese, es contar algo de una vez para siempre: contar un cuento muchas veces y que nunca se agote su misterio, contarlo a través de los siglos y que sea siempre una revelación y al mismo tiempo un enigma. Después de ver la Suite Vollard de Picasso en las nuevas salas de la Fundación Mapfre en el paseo de Recoletos he buscado la historia del Minotauro en un diccionario de mitología griega, en las Metamorfosis de Ovidio, en ese relato de Borges que se titula La casa de Asterión. El Minotauro de Picasso tiene un cuerpo de hombre fornido pero ya no joven y un cabezón ciclópeo más de bisonte que de toro, aunque su destino sea morir en la luz cruel de la plaza y no en las tinieblas del laberinto. Para que una claridad excesiva no dañe el papel en el que están impresas, las estampas se ven en una sala casi en penumbra. Viniendo del fulgor de la calle, el lugar ya tiene algo de galería de un laberinto, sobre todo si es una hora temprana en un día laboral y no hay más visitantes.

Picasso ya no despierta la misma reverencia incondicional y abrumada de antes, lo cual sin duda es una ventaja a la hora de distinguir, en su obra innumerable, la parte más sólida, la que en vez de diluirse o desacreditarse se afirma con el paso del tiempo. Hay algo literalmente monstruoso en una fama excesiva: monstruoso porque desbarata la figura humana de un artista, volviéndolo tan superior a las figuras y los logros de los demás que hace de ellos insectos o simples adoradores; y monstruoso también porque al aislarlo a él, al elevarlo insensatamente, lo convierte en un monstruo, una criatura deforme y misántropa que se alimenta del tributo de la adoración y nunca tiene bastante, que sólo tolera la cercanía de personas serviles a las que sin embargo desprecia, condenado por su misma soberbia y por la sumisión de los demás a una soledad terrorífica. La idea del artista genial, un invento del romanticismo exagerado hasta el delirio en la época de las celebridades globales, cada vez me produce más desconfianza. Nadie merece tanta admiración. Nadie está tan por encima de sus contemporáneos ni de sus semejantes. El talento, como cualquier capacidad humana, es siempre limitado, y está bien que sea así; y también, como cualquier otra capacidad que se desarrolla mucho, tiende al desequilibrio: se es muy bueno en el razonamiento matemático a costa de un cierto grado de indiferencia hacia la vida cotidiana y las cosas tangibles; llegar a ser un sabio en un campo de conocimiento por fuerza significa ser ignorante en casi todos los demás.

En los grabados de la Suite Vollard, en los que trabajó de manera intermitente en la primera mitad de los años treinta, Picasso inventa variaciones sobre el tema de Pigmalión y el del Minotauro, el escultor que se enamora de la figura femenina que él mismo ha creado y el monstruo cautivo de su laberinto cuyo único trato humano es con las víctimas jóvenes que se ofrecen como tributo para su antropofagia. En ambas series la mujer es más o menos la misma, muy joven, carnal, de pelo liso y cara apacible, entre rendida y absorta, tan pasiva en su papel de modelo como en el de amante del Minotauro, que unas veces la abraza delicadamente o la envuelve en su bárbara corpulencia erizada de pelambre y otras parece que la embiste con la brutalidad de los apareamientos mitológicos entre doncellas humanas y dioses transformados en animales.

No hay comentarios: