1.3.09

SASA Y LOS BALCANES


Fuente: Alfaguara

Sasa Stanisic ha vendido más de un millón de ejemplares de su libro “Cómo el soldado repara el gramófono”, y solo cuenta con treinta años. Si, treinta años. (30). Los mismos que yo tengo, los mismos que tu tienes, seguramente. El libro trata la historia de Aleksandar, un niño de 12 años que enfrenta la guerra de los Balcanes con tan solo una varita mágica que le ha dado su abuelo, y el tesón de ser un exyugoslavo, o lo que sea que haya quedado de aquella región, por el mismo no lo sabe. Leamos lo que nos dice la Revista Arcadia:
El don más precioso es el de la invención; la mayor riqueza, la de la fantasía. Recuérdalo, Aleksandar, dijo el abuelo seriamente cuando me puso el sombrero, recuérdalo siempre e imagínate este mundo más bello. Y me entregó la varita. Yo ya no dudaba de nada”.) Armado entonces de una vara mágica y de una profunda imaginación, él enfrentará todos los avatares y sinsabores de la guerra, las descargas de artillería, la presencia de unos soldados que para unos habitantes eran libertadores, mientras para otros unos terribles verdugos. Y enfrentará también la huida hacia otro país dejando atrás una tierra arrasada, el recuerdo de su abuelo y a Asija, una chica hermosa con la cual compartió momentos críticos en esa lucha de las fracciones en que se despedazó su país. Desde el exilio, en la ciudad alemana de Essen, Aleksandar intenta con su imaginación y el lenguaje, reconstruir su pasado, elaborar una patria mediante la palabra con el propósito de no perder su identidad, de conservar la memoria de su abuelo, de reencontrar a la bella Asija. Como toda historia contada por un niño, es una mezcla indiscriminada de drama y humor, de destino y azar, de juego y tragedia, con un tono que oscila entre el realismo y lo grotesco.


Diez años más tarde, en el 2002, Aleksandar vuelve a Visegrado, su ciudad de la infancia, para persistir en su empeño: no olvidar nada, recuperar todo. Un joven, con las marcas del exilio, en busca de una mujer, una ciudad, un país, una memoria, mientras recuerda a su abuelo quien le enseñó que con la imaginación se puede cambiar el mundo. El placer de contar, e inventar a la par, domina todo el relato de esa infancia maltratada por las veleidades de los adultos y muestra con extrema eficiencia cómo la palabra permite la recuperación de la memoria, cómo la palabra entretiene y la literatura brinda la oportunidad de vivir mejor. Una novela, entonces, que bien vale la pena leer, a pesar de las expresiones matritenses que se le cuelan al traductor. Hace poco Salman Rushdie afirmó: “En mi primera novela, Hijos de la medianoche, como buen ingenuo que era pretendía contar la historia de un muchacho al tiempo que contaba la historia de la India. Después descubrí que en el libro no cabía ni siquiera una cuadra de mi ciudad”. Por su parte Saša Stanišic declaró en una reciente entrevista: “La historia de mi libro es en muchas formas más grande que mi propio destino”. Estas dos afirmaciones recuerdan al novelista Joseph Conrad cuando al hablar de sus personajes sostenía: “Nosotros, inferiores a ellos, seguiremos honrándolos con nuestras palabras”

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