17.11.09

El eterno Orwell


Portada de 1984.

Para la revista Ñ, Jorgelina Núñez hace un balance de lo que Orwell ha representado para las generaciones posteriores a 1984, a propósito de un libro póstumo que se ha publicado recientemente. - ¿Hasta cuando desempapelarán tanto escrito por ahí de grandes autores? Ya. dejénlos dormir, simplemente dormir - :
Da un poco de tristeza que de George Orwell sólo se recuerde que fue el autor de Rebelión en la granja y el creador del Gran Hermano, y a veces, ni siquiera eso. También apena que el mundo haya suspirado aliviado tras comprobar que en 1984 los males que la novela con ese título profetizaba no se hubieran cumplido. Nadie tuvo el tino de señalar que esa obra era menos una ficción futurista que una farsa y que como tal poco después habría de alcanzar su total realización. ¿Sentiría Orwell vergüenza ante la payasada televisiva o sonreiría irónico? No lo sabemos y tampoco importa. Lo que importa ahora es que su obra periodística y sus ensayos se están editando en español y a través de ellos su personalidad, combativa y alerta, puede recuperar algo de ese interés perdido.

La fecha y los motivos por los que Eric Blair decidió cambiar su nombre por el de Orwell se mantienen desconocidos, pero a poco de leer Matar a un elefante y otros escritos, cualquiera puede advertir en su autor a alguien incómodo con su condición. Por ser un inglés nacido en India, por representar al Imperio en una tierra colonizada, por vivir dentro del capitalismo teniendo ideas de izquierda, por ser periodista de un medio que no informaba. Por esto, la historia de su vida fue también la de su lucha no por ser otro, ya que nunca dejó de aceptarse como lo que era, sino por señalar que era consciente de todo eso y de las consecuencias que entrañaba. Si no podía ser distinto, podía, al menos, tratar de ser mejor.

Valgan como muestra dos momentos –dos disparos– narrados en este libro. El primero está recogido en el extraordinario ensayo que le da título y acontece cuando Orwell se desempeñaba como comisario imperial en Birmania. En una ocasión, un elefante de los que se usaban para transporte de cargas sufrió un ataque de locura. A los destrozos provocados en un poblado rural, se le sumó la muerte de un nativo. Orwell fue llamado para restablecer el orden satisfaciendo el reclamo de la población que exigía la muerte del animal. Pero he aquí que cuando lo encontró, el elefante, ya sosegado, se mostraba tan pacífico como una vaca. No obstante, él se vio obligado a disparar para no quedar como un idiota frente a la multitud. Esa actitud lo hizo reflexionar: "fue en ese momento, allí de pie con el rifle en las manos, cuando por primera vez capté la vacuidad del dominio del hombre blanco en Oriente (...) en realidad no era más que una marioneta manejada por la voluntad de aquellos rostros aceitunados que tenía a mis espaldas. Comprendí entonces que cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye".

El segundo momento tuvo lugar mientras formaba parte de las milicias extranjeras que pelearon junto a los republicanos, durante la Guerra Civil española. Una mañana, se encontraba dentro de una trinchera, en las afueras de Huesca. De repente, frente a él, un enemigo echó a correr semidesnudo, tomándose los pantalones con ambas manos, a lo largo de un campo yermo. A pesar de ser un blanco fácil, Orwell se abstuvo de tirar. "Había viajado hasta allí –dice– para disparar contra los 'fascistas', pero un hombre que se sujeta los pantalones no es un 'fascista', sino evidentemente un congénere, un semejante."

¿Qué demuestran estos dos ejemplos? Algo que se repite como una constante a lo largo de estos escritos: que Orwell era un hombre de acción tanto como de palabra, dispuesto a empuñar las armas, pero sin dejarse engañar respecto de lo que estaba haciendo. Ninguna circunstancia, ningún ideal, pesaba sobre él más que sus convicciones más hondas, ésas para las que ni siquiera hay nombres que las designen. Cuando se desata la Segunda Guerra mundial y se ve imposibilitado de ir al frente por una herida de bala en el cuello, recibida en España, y por la tuberculosis que le causaría la muerte en 1950, a los 46 años, la máquina de escribir reemplazó al fusil. Su objetivo era combatir la apatía crónica del pueblo inglés. Un pueblo que, según su opinión, escuchaba con indiferencia las noticias del extranjero y trataba de convencerse de que las bombas siempre caían en otro lado. En 1941, Orwell entra a trabajar en la BBC, pero allí descubre que la función de la radio no era informativa, sino propagandística: una herramienta destinada a "propagar mentiras, encender el odio y exigir una paz vindicativa". Tras su alejamiento, se emplea como editor y columnista del semanario socialista Tribune, pero el agravamiento de su enfermedad lo obliga a pasar sus últimos años en los hospitales.

Además de cuatro ensayos notables, en los que el escritor arremete contra cualquier clase de eufemismo ("el gran enemigo de una lengua clara es la falta de sinceridad", dice), el volumen se compone de unas pocas reseñas de libros de otros autores (entre ellos el británico Winston Churchill), los "Diarios de la guerra" escritos entre 1940 y 1942, los "Recuerdos de la Guerra Civil española" y "A mi antojo", una selección de sus columnas para el semanario socialista Tribune. En todos se impone la imagen de un escritor mesurado y de franqueza insobornable y su sola lectura bastaría para poner en duda los motivos por los cuales, meses antes de morir, habría denunciado a 38 intelectuales y artistas pro comunistas. La existencia de la lista con esos nombres se dio a conocer en 2003, en ocasión del centenario del nacimiento de Orwell, y generó una fuerte polémica entre los medios británicos y los españoles que, a modo de homenaje, salieron a defender a quien en su momento arriesgó su vida por la causa republicana.


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