14.7.09

Querellas en el viento


Paul Brito.

Con el permiso que deberá, quizá, concederme la amistad, reproduzco aquí un excelente texto de mi compa Paul Brito, que aparece en el más reciente número de El Malpensante, acerca de lo que representa el viento, ese ser que va desmenuzando todo a su paso...

Hay unos adolescentes apostados en una esquina de una calle de Barranquilla esperando que la brisa le alce la falda a alguna mujer desprevenida. El viento levanta ráfagas de arena y los transeúntes caminan con la cara ladeada y los ojos achinados. Un calvo se agarra los tres pelos que hace un momento lamían su cráneo; trata de pegárselos de nuevo, pero la brisa burlona no se lo permite. Un muchacho corre detrás de unos papeles mientras sus amigos se ríen de él. Él también se ríe, pero de una forma triste y angustiosa.

Parece mentira que una cosa tan inasible como el viento, tan abstracta, le cambie el rostro a la ciudad, modifique el comportamiento de sus habitantes, desfigure sus modales, los arrincone en la ridiculez y que el responsable ni siquiera se pueda señalar con el dedo. Cuando llueve, al menos uno sabe por dónde pasarán los arroyos más peligrosos de la ciudad, en cambio el viento no sigue ningún cauce. Es caprichoso y extravagante. Cuando menos piensas te puede lanzar un pedazo de teja en la cabeza o desplumarte el único billete que tienes para el bus.
¿Cómo no asustarse cuando suena el mismo silbido aullador que se escucha en las películas del oeste cuando está a punto de llegar el villano? Aunque en este caso el villano y la brisa son la misma cosa, el mismo forajido que viene a sabotear el pueblo. En el caso de la lluvia, uno puede defenderse con un buen paraguas o un largo impermeable, pero en cambio nadie se ha inventado hasta ahora el “paravientos” o algo por el estilo. No queda otra que salir a la calle a la buena de Dios, con apenas la señal de la cruz o la bendición de la abuela, y a ver qué te espera en la calle, el golpe avisa.
Aunque llegan a refrescar el clima cruel de todo el año, los alisios pueden alzar tanto el oleaje que en la madrugada del pasado 8 de marzo mutilaron doscientos metros del muelle de Puerto Colombia, destecharon casas y un polideportivo, destruyeron paredes y postes, tumbaron torres de iluminación en un estadio de béisbol, arrancaron árboles de raíz y reventaron cables de energía con la facilidad con que se remueve una telaraña.
Alguna vez, cuando era niño, el viento fue un soplo divino y no ese bufido apocalíptico que terminó de arrasar a Macondo. Elevaba cometas, me avisaba de que habían llegado las vacaciones, les daba vida a las sábanas colgadas en el patio de la casa (como si fueran velas de unos barcos piratas), descorría una inmensa ventana hacia el océano. Era una madre diligente que venteaba la peste, secaba la ropa y ayudaba a esparcir semillas.
Pero no siempre fue así. En mi adolescencia se volvió turbulento. Céfiro, que era el rostro amable de las brisas del sur, comenzó a darle paso a Boreas, raptor de doncellas, y sus vientos huracanados del norte. Bajaba a ráfagas racheadas por laderas de montañas. Meneaba una falda de lluvias sobre las cosechas de arroz. Y con un paño húmedo me aliviaba la fiebre del mediodía.
Cuando terminé la universidad un viento de cambio me llevó a España. Viví en Cataluña, donde hablaban de la tramontana como un efluvio enloquecedor que, a diferencia de los alisios, aparecía dos veces al año: primavera y otoño. Al contrario de los alisios, su aliento terrestre soplaba hacia el mar como una persona grosera que te quiere sacar de su casa a la fuerza. Quizá por esa diferencia telúrica nuestro talante es más acogedor que el de los catalanes. Y tal vez más parecido al de los andaluces, que reciben del mar y de África un viento cálido y húmedo que, según los expertos del interior del país, tiende a inducir dejadez y lubricidad en los habitantes de estas regiones.
Por esos días mi empresa, una compañía de energía solar, me envió a una población en medio de los Alpes bávaros, para que instalara sistemas de alimentación solar en varias centrales de telecomunicación. Allí también me las vi con otro viento inhumano: el foehn de sotavento, un viento seco y tórrido que provoca deshielo y aludes, pero sobre todo dolores de cabeza, ataques cardíacos, depresiones y hasta suicidios. Mientras revisaba unos paneles solares en la cuesta de una montaña me atacó de frente, como un maleante en el callejón más sórdido de una ciudad. Se me bajó la presión y me sentí exangüe y sin suelo. Al día siguiente acudí al hospital, pues seguía sintiéndome débil, pero no quisieron atenderme, pues solo estaban recibiendo a las víctimas más graves o urgentes.
No tardaría mucho en conocer al temido ábrego de la región Cantábrica, un viento azuzado por el mismo efecto foehn. En los meses que estuve en Portugalete instalando una serie de módulos solares para un gasoducto, sufrí los males que se le atribuyen: catarro, cefaleas y abatimiento. Recuerdo que estaba trabajando con un ingeniero peruano que al mínimo amago de queja de mi parte, me repetía que el ábrego era un niño en comparación con el zonda de las comarcas andinas: “Se cuela más adentro, altera las emociones y hasta la sexualidad; está demostrado que incrementa los divorcios y la delincuencia”.
A pesar de su crueldad, caprichos y fechorías, los costeños del Caribe colombiano no podemos vivir sin el viento. Vivimos abrazados a él, como un boxeador se aferra a su contendor para no ser golpeado. Llegamos quejándonos del ajetreo de la brisa y, sin embargo, lo primero que hacemos al reposar es encender un ventilador para que nos meza con su zumbido. Necesitamos los alisios como requerimos ventiladores por toda la casa. Nos quejamos de su ímpetu, pero al mismo tiempo exhalamos huracanes al hablar o al reír. Acaso por eso volví a mi tierra hace dos años, y precisamente en diciembre. “Diciembre llegó con su ventolera, mujeres”, dice una canción que les da la bienvenida cada año, “y la brisa está que llena el mundo de placeres”.
La época de más vientos es precisamente la que nos vuelve más eufóricos y traviesos: desde diciembre hasta febrero con sus carnavales. La cumbia es quizá la manifestación de esa sustancia vehemente y sinuosa que nos recorre por dentro. Bailarla es nuestra forma maestra de torear la brisa, de fundirnos con ella e impedir que apague la vela de nuestro espíritu. Por eso todas las demás músicas salen de ella. Por eso en tiempos coloniales, cuando el viento atravesaba gaitas y flautas de millo, las negras alzaban sus polleras como alas. Y los españoles les ponían bolas de hierro en los tobillos, por si acaso.

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