18.4.09

LA DESPEDIDA DE UPDIKE


John Updike, el conejo.

El famoso novelista británico Ian McEwan se adentra en la obra y la figura de uno de los grandes escritores estadounidenses del siglo pasado, John Updike.on su desaparición, precedida por las de Saul Bellow y Norman Mailer, la literatura de EE.UU. comienza a parecerse a una planicie, dice el autor de este brillante ensayo.
En Updike, siempre hay un toque de comedia o travesura en esos momentos de derechos frustrados. Un gran escritor no puede evitar mostrarnos que existe algo extrañamente cómico o gracioso en una frase perfecta; el análisis preciso de un momento humano va acompañado de generosidad y cariño, y suscita una sonrisa de reconocimiento. Un bebé se hace un "tirabuzón" en brazos de su padre; unos recién casados parecen "cuidarse a sí mismos, como gladiolos"; cuando las avalanchas de caos social de los sesenta invaden el hogar marital de Harry y la casa se llena de visitantes inesperados y, en plena noche, tiene que hacer el amor con su nueva amante en silencio, Updike hace notar que "las habitaciones son cuadrantes de un corazón susurrante", una observación dulcemente añadida que encuentra su expresión en un pentámetro yámbico.
La obra de Updike es tan vasta, tan variada y tan rica, que tardaremos años en captar toda su medida. Hemos pasado tanto tiempo esperando su nueva novela, o relato, o ensayo, que no parece posible que este río de invenciones se haya detenido de pronto. Estamos desconsolados por el hecho de que este hombre reticente y amable, de feroz ética de trabajo y facilidad sobrehumana, no vaya a escribir más para nosotros. Era un hombre muy privado, culto, generoso, educado, el tipo de persona que podía pedir perdón por responder a una carta a vuelta de correo porque era la única forma de mantener su mesa despejada.
Al contrario de lo que podría indicar su obra, en la vida real, Updike estaba totalmente dedicado a su enorme familia, repartida en varias generaciones, así que, por qué no dejar que sea uno de sus personajes más jóvenes el que se despida en su nombre. Cuando Henry Bech sube al estrado en Estocolmo para pronunciar su discurso de aceptación del Nobel lleva en brazos, apoyada en su cadera, a su hija de un año. La niña se retuerce con impaciencia durante el discurso y, cuando ve que por fin ha terminado, agarra el micrófono "con los dedos medio cerrados y llenos de babas, como si quisiera arrancar la gruesa bola de metal". Bech siente el calor de su cabecita, inhala "el aroma a polvos de talco de su cuero cabelludo... Entonces, ella levantó la mano derecha, a la vista de todos, e hizo ese suave abrir y cerrar de dedos que significa adiós".

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