El argentino Ariel Magnus se anticipa al mundo venidero. ¿Libros con banda sonora? ¿Con backstage? ¿Con retazos de películas? Un equilibrio entre la imaginación y la tecnología. Así lo analiza en la Revista Ñ:
Las apariciones del e-book y del e-reader son las mejores noticias que recibimos los amantes de los libros desde Gutenberg. Reducidas al mínimo las trabas materiales, a partir de ahora el horizonte de reproductibilidad libresca se potencia al infinito. Se acabaron los libros agotados o inconseguibles, los costosos envíos por correo, la angustia sobre qué llevarse a las vacaciones, las bibliotecas públicas insuficientes o la nostalgia de la propia. Se acabaron los monigotes mirándonos desde la solapa, se acabó la memoria fotográfica como único medio de búsqueda. Y se acabaron también los genios incomprendidos que no consiguen publicar, o los pobres intelectuales que no pueden pagarse una edición. Los manuscritos –como se los sigue llamando– ya son libros, y habent sua fata [los libros tienen su destino].
Claro que para que tomemos plena conciencia de esta revolución falta aún que los readers cuesten lo que una tostadora, y que las editoriales dejen de vender los pdf al mismo precio que sus lentamente anacrónicas impresiones en papel. Gracias por informarnos sobre cada nuevo dispositivo que sale al mercado, con su pantalla de no sé qué y su capacidad para no sé cuánto, pero a mí las técnicas de costura de un libro tampoco son un tema que me apasione. Hágannos algo bueno y barato, y apliquen la tecnofilia en los coches y los aires acondicionados.
Porque el gran enemigo de esta nueva tecnología es la tecnología misma, su idea poco libresca de lo que es un soporte evolucionado respecto de uno que ya existía. La tinta y el papel digitales que no cansan la vista son inventos grandiosos, capaces al fin de cumplir el sueño borgeano del libro que contenga todos los libros, y que no se desmarque al caer. Hasta los gatos, que aman rasparse contra el papel, ponderarán las ventajas de hacerlo contra la superficie templada de un aparato. Y si ya no podremos medir la cultura de un anfitrión por el tamaño de su biblioteca, nos entrenaremos en deducir de sus razonamientos lo que logró incorporar de sus lecturas. Y aunque ya no vamos a saber por la tapa qué lee esa chica en el subte, aprenderemos a adivinar sus gustos por el color o el modelo de su reader.
El riesgo está más bien en que la tecnología no se frene ahí, y que en vez de abaratar costos se concentren en justificar su precio agregándole funciones multimedia hasta convertirlo en una computadora más. El error de aplicar al libro digital la misma lógica que al teléfono o a los otros dispositivos móviles está en que el libro es por definición aquello que no contempla más movimiento que el de sus páginas. Con alguna temeridad podría hasta decirse que la literatura es lo anti-cinético, y que su historia gira en buena medida alrededor de los intentos que han hecho sus cultivadores por generar la ilusión de movimiento y simultaneidad. Esa quietud fundacional es todo lo contrario a una falencia, más bien es a ella que la literatura le agradece su capacidad para hacer que el movimiento ocurra dentro de nuestras cabezas.
Por ende, queridos amigos japoneses, si un libro de pronto sirve para ver películas o chatear, ya deja de ser un libro, y no necesariamente para convertirse en algo mejor. Al menos para los que no podemos leer y mirar la televisión al mismo tiempo, pero que a la vez no podríamos abstenernos de chequear mails si la bandeja de entrada estuviera a pie de página, el libro-multimedia pierde atractivo cuantas más funciones se le agreguen. El único movimiento que deben lograr los e-reader, y que por ahora se les escapa, es el equivalente al de hojear rápido sus páginas. Pero si la utopía es lograr un libro que suene cuando alguien nos llama o sirva para jugar a la Playstation, creo que no va a poder ganarle tan rápido al de papel.
De todas formas lo más probable es que convivan por varias décadas, al menos hasta que nos vayamos los que nacimos entre árboles encuadernados, y que no vamos a dejar de comprar libros aun cuando podamos obtener nuestro primer e-reader a precio sensato. Pero tampoco la posibilidad de que este proceso se acelere y realmente nos toque vivir la muerte del libro puede asustar a nadie. Salvo a los que sacan fotocopias, oficio que nadie va a extrañar, empezando por quienes lo padecen, ninguna persona que se dedique por verdadera vocación a los libros tiene que dejar de hacerlo cuando todos sean digitales.
Al contrario. La multiplicación de originales y la velocidad de publicación hará que se necesiten muchos más editores y que las editoriales cobren cada vez mayor importancia como filtros de calidad. Otro rubro que florecerá será el de los lectores calificados, no bien las editoriales y los concursos empiecen a recibir textos digitales y se acabe el absurdo de los tres ejemplares impresos "a doble espacio por una sola carilla". Premios como el Juan Rulfo, en el que ya se puede participar por mail, confirman que basta ese cambio para que los ejemplares recibidos pasen de unos cientos a varios miles. El mismo panorama de continuidad y aun de mejora parece abrirse para la corrección de originales, el diseño interior y el arte de tapa, pues cuanto más proliferen las ediciones de autor (ahora en sentido bien estricto) tanto más se valorará un libro sin erratas, bien diagramado y con una linda portada.
Tal vez los que más sufran la falta de libros sean quienes los venden, los libreros, aunque los que saben de su tema también sabrán aplicar sus conocimientos en otros ámbitos, ya sea en negocios online o reacomodados en los suplementos literarios, que por su lado tenderán a ampliarse en relación proporcional a la cantidad de textos que necesiten una lectura crítica o una publicidad solapada. Y los libreros y otros intermediarios que no saben de su tema se dedicarán a vender e-readers o cualquier otra cosa, probablemente sin notar la diferencia.
En cuanto a los escritores, difícil que les vaya peor que ahora, que cobran como máximo un 10 por ciento de lo que generan en un 90. Los que tengan su público hasta podrán vender sus libros por SMS y acaso ganar buen dinero. Y los que no, seguirán contentos de que alguien los publique y alguien los lea, aunque más no sea en copias piratas por las que acaso no reciban ni un comment de agradecimiento.
Porque la piratería, ese gran fantasma, no es algo que deba preocupar más que a los editores, que por cierto no parecen estar perdiendo el sueño por ello y que posiblemente se despierten tan tarde como sus colegas de las discográficas y las productoras de cine. Como ya ocurre de hecho con la música y el cine, la piratería en literatura la sufrirán en su mayoría los pocos que ya ganan suficiente, mientras que la gran mayoría la mirará casi con cariño. Ningún escritor se opone a ganar cuatro o cinco pesos por cada libro vendido, pero no creo que tampoco nadie prefiera esos billetes a tener un lector, que por lo demás no tendría problemas en pagar por lo que lee si no le pidieran cuarenta o cincuenta pesos para hacerlo. La literatura no nació para ser un negocio y tampoco va a morir si deja de serlo, y los escritores igual tienden a ganarse la vida en sus márgenes.
Tampoco la literatura en sí me parece que vaya a cambiar demasiado en la era de su reproductibilidad sin fronteras. Ya hay libros con links y no puede faltar mucho para que los haya con pedazos de películas, con banda sonora, con backstage. Imagino ediciones de Borges con todos los libros citados adentro, una edición de El perfume con olores, policiales con partes de texto que se borren y reaparezcan.
Pero dudo que nada de eso reemplace las historias tradicionales, aun en sus versiones más modernistas. La literatura es también el arte de luchar contra sus propias limitaciones, jugando a quebrarlas con imaginación, no con tecnología. Si desaparece esa sugestiva imposibilidad, si las letras se ponen en movimiento, desaparecerá la literatura tal como la conocemos hasta hoy. Lo cual tampoco sería una tragedia. Con lo que ya hay escrito, incluso con lo que ya hay escaneado, a los seres humanos no les alcanzará la vida entera para leerlo todo, condición necesaria para al fin ponerse a releer.
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